Laocoonte o sobre los límites del periodismo y la literatura – Hans Christoph Buch

Laocoonte o sobre los límites del periodismo y la literatura

Hans Christoph Buch*

Traducción del alemán de Ricardo Loebell

 

Laocoonte

Laocoonte

Sobre los limites del periodismo entre ética y estética 

Introducción de Ricardo Loebell

 

El siguiente texto titulado “Laocoonte o sobre los límites del periodismo y la literatura” es columna vertebral de la obra Sangre en el zapato de Hans Christoph Buch y se halla repartido en cuatro capítulos de I – IV, en diferentes secciones a lo largo del libro y el lector lo puede apreciar sin reparos en esta edición en su unicidad como texto.

Remontándose al origen del ensayo que no sella conceptos sino que indaga y plantea abiertamente preguntas –pensando en Montaigne-, el tramado asistemático de esta colección de reportajes se ciñe a la estructura de la otra obra, Laocoonte o sobre los límites de la pintura y la poesía de Gotthold Ephraim Lessing, ensayo desarrollado en 29 capítulos y exhaustivos ejemplos y notas, publicado en Berlín en 1766, con motivo de sus meditaciones estéticas, a propósito del grupo escultórico conocido por el nombre de la figura «Laocoonte», la cual expresa el dolor sin acompañarlo de la expresión del grito.

Lessing aclara en el prefacio de Laocoonte -Buch hace algo semejante al final de su ensayo- los objetivos frente a la falta de un deslinde que permita discernir condiciones espaciotemporales entre pintura y poesía y, sobre todo, el tema de su representabilidad. Sus reflexiones –dice Lessing- han nacido fortuitamente y su desenvolvimiento se debe más a sus lecturas que al desarrollo metódico de principios generales. Por esto –añade Lessing- deben considerarse más bien como una colección desordenada de apuntes para escribir un libro, que un libro mismo. Hoy, sin duda, reconocemos la relevancia de su obra estética Laocoonte para la contemporaneidad y sus encendidas polémicas frente a la posición del entonces supremo teórico de arte Johann Joachim Winckelmann.

Lessing ve que las artes plásticas o la pintura, al no ser temporal, representan principalmente cuerpos; la poesía, siendo sucesiva, representa principalmente acciones. Para representar las acciones, la pintura debe, pues, fijarlas en un momento privilegiado. Para representar los cuerpos, la poesía debe, pues, describirlos a través de acciones. Cada una topa con sus propios límites y ambas se hallan al margen de representar la realidad. Esto es interesante para comprender un impulso del desarrollo (tecnológico) de las artes visuales contemporáneas.

Buch desarrolla una reflexión análoga, al reconocer los límites de la representación de una realidad que nos promete la información en el periodismo a diferencia de la literatura. Se detiene ante la manipulación objetiva de los hechos por el historiador o cronista y la narración literaria o poesía vinculada a la realidad del escritor. Como corolario puede forjarse una combinación que permita repesar la realidad factible junto a la realidad ficticia en un nuevo modo de ser. Y la palabra ensayo proviene originalmente de un ‘acto de pesar’. En el equilibrio de una objetividad subjetiva en el relato, se trama un tejido compuesto de lugar, tiempo y hecho, añadido a estados internos como sensaciones y sentimientos. Con esa combinación Buch le otorga un carácter peculiar a su obra. Casi al final del ensayo nos enteramos de manera explícita por medio de ejemplos de Stendhal y Tolstoi, cómo irrumpe históricamente el nuevo tipo de novela contemporánea a partir de la elaboración de temas políticos en la literatura, cuya combinación abandona la estética tradicional.

Buch desarrolla un complejo de estratos basados en crónicas de lugar, análisis de las funciones de los mass-media y la responsabilidad ética del corresponsal, observa políticas internacionales de ayuda humanitaria y explora sobre la conducta frente a la violencia, narra episodios literarios, biográficos, historiográficos y mitológicos. De esta forma sostiene relación intertextual con Laocoonte de Lessing.

A inicios de 2003, Buch presenta en una conferencia, la obra basada en este ensayo en una academia ante miembros del Ejército Alemán:

No quiero compilar informaciones objetivas sobre lejanos paises, sino saber como reacciono subjetivamente al confrontarme a la violencia brutal. Pues quiero demostrar como se embrutece uno como observador y si el mal tiene un efecto contagioso. No puedo negar que todo eso tiene que ver con uno, ya que las fuerzas de la agresión y el deseo de la violencia se hallan en cada ser humano, a lo menos ahí duermen -bajo el delgado barniz de la civilización- hasta ser despertados.

El sufrimiento sin solución no inspira compasión sino repulsión -así se define el pensamiento fundamental de Laocoonte de Lessing. Buch lo describe como  un ensayo sobre la representabilidad del sufrimiento y el dolor físico, de la crueldad y la violencia. Es eso lo que conduce al centro de la problemática esbozada en sus páginas, y un tanto más, ya que el autor no confronta al lector con conceptos cerrados, sino que lo integra en un proceso de pensamiento haciéndolo participar en la creación de su texto.

Buch es novelista, narrador, ensayista, crítico, compilador, traductor y en este caso se transforma en un corresponsal -sin ser periodista- por envío especial del periódico de Hamburgo Die Zeit y otros medios desde los años ‘90, a territorios en estado de crisis o en guerra. Sabe que en esto no es el primer autor, si se piensa en Susan Sontag, Juan Goytisolo, Ryszard Kapuscinski y otros más. Consciente de que la literatura lo ha hecho en todos los tiempos, desarrolla el reportaje periodístico-literario sobre numerosos territorios de conflictos bélicos:Liberia, Sierra Leona, Burundi, Ruanda, Bosnia, Chechenia, Argelia, Kosovo, Camboya, Pakistán, Timor Oriental y siempre vuelve a su biografía cuando viaja a Haiti, donde se radicó su abuelo en Port au Prince, hace más de cien años – un botánico, que contribuyó en la isla al reconocimiento de diversas plantas, como lo han hecho en la tradición otros viajeros. El autor nos narra de este lugar en una serie de novelas y ensayos.

Apoyándose en la literatura clásica -señalaba un crítico- Buch demuestra que Lessing, Goethe y Kleist, Tolstoi, Orwell y Lu Xun sabían más sobre matarifes y voyeure que los noticieros televisivos y el CNN.

Buch intenta comprender los orígenes de esta cartografía del horror, lo normativo del mal, el azar del asesinato y ser asesinado; contingencia de la humanidad que borra la línea entre víctima y victimario; el motivo antropológico de la guerra. Se transforma al paso en un etnógrafo contemporáneo. Junto a su lectura podemos seguir de cerca no tan sólo la infamia y el crimen entre los hombres, sino los tímidos intentos de organizaciones internacionales –ya sea por motivos político-económicos- de resolver conflictos bélicos interétnicos o genocidios, como en el caso de Ruanda en el año 1994.

El compromiso como escritor lo lleva incluso a redactar el 23 de abril de este año, una carta abierta, dirigida al presidente de la República Federal Alemana, Hans Köhler, con el título: “Su visita es un asesino”, indicándole antecedentes históricos comprobados sobre el Jefe Militar y Presidente de Ruanda, Paul Kagame, finalizando con el párrafo: “Estimado Presidente si pudiera tratar una de mis objeciones durante la visita, sería un gran logro.”

Conocí a Hans Christoph en 1990 en un coloquio de la Universidad de Francfort, donde él releía a escritores viajeros de siglos anteriores invitado a su Catedra Poética: “La proximidad y la lejanía – Materiales para una poética de la visión colonial”. Conversamos sobre la edición de la desaparecida escritora de viajes Isabelle Eberhardt, que él había prologado, nos hicimos amigos silenciosamente, después nos dimos cuenta que había un legendario parentesco.

Ahora Buch relee a Lessing, y aquí se vislumbra como punto de fuga el propio Spinoza. Su filosofía desarrollada en el siglo XVII conmocionó y fue clave en el siglo XVIII. Representantes del Iluminismo alemán como Herder, Goethe y el propio Lessing se inspiraron en ella. El pensamiento de la Ética de Spinoza, no sólo ayudó a comprender el terremoto de Lisboa en 1755 –que Buch lo menciona al pasar- cuyas devastaciones desataron una crisis religiosa por todo Europa. Esa particular visión panteísta permitió aún dar un paso importante en la emancipación del hombre: ya que el bien y el mal no son asuntos de la naturaleza. Felicidad universal viene siendo la capacidad de aceptar lo que a uno le acaece. Compasión en su categoría ética y estética, es tema central en Lessing y en Buch. Para Spinoza la felicidad es una virtud, pero la compasión sin ser indispensable es apoyo transitorio que le brinda el hombre al prójimo para salir de la condición de sus afectos y de acuerdo con la razón elevarse a la felicidad eterna o beatitud. El hombre es por lo tanto responsable de su ética, salvo que como producto de la codicia o el poder, descuide su calidad efimera e imagine ser eterno. Y quizá sea ése el punto que lo distingue de otros seres. Para reconocerlo requiere una mirada que se abstiene de todo juicio moral o político, así como describe Hans Christoph Buch al finalizar su ensayo al escritor norteamericano Kurt Vonnegut, ya que la diferencia de las cosas es –según los escépticos- desde nuestro conocimiento inalcanzable. La abstención de todo juicio –no del compromiso- permitiría alcanzar la mirada infinita e imperturbable que ubica al individuo en el universo.

 

 Laocoonte o sobre los límites del periodismo y la literatura (I)*

Hans Christoph Buch

 

 

Ruprecht: Y si me enviasen al diablo en una nave,

y yo tuviera que luchar con los caníbales

en los mares del sur,

¡Ve! A dos mil millas estaré bien.

Eve:  Hay guerra, piénsalo, guerra a la que vas:

¿Quieres separarte de mí con aquel rencor?

(Heinrich von Kleist: El cántaro roto)[1]

Imagínese que acaba de aterrizar en Dili, la capital de Timor Oriental, y se encuentra ante una camioneta abollada, en cuya carga diez personas encadenadas, unas con otras, han sido rociadas con bencina y quemadas vivas: un grupo de Laocoonte que no está hecho de mármol, sino de carne humana carbonizada. Le ahorro a usted la imagen de los huesos que sobresalen de la carne, así como el hedor dulzón que recuerda a las fiestas de asado a la parrilla, yo preferiré hablar de las flores y las monedas que los pobladores esparcen sobre las cenizas para apaciguar los espíritus de los asesinados. Es más consolador.

¿Usted dice que no se lo podría imaginar pues Timor Oriental esté demasiado lejos?

Esta excusa no vale, Dili se halla a tan sólo dos o tres horas de vuelo de su lugar de vacaciones preferido, Bali o las Maldivias. Bajo el signo de la globalización, ya no hay más islas lejanas y todos los puntos del globo se acercaron virtualmente a su domicilio. A pesar de esto voy a admitir su excusa: dice que no tiene tiempo ni dinero para volar a Darwin en Australia y acreditarse junto a la UNAMET[2] o INTERFET -así se llaman las tropas de Cascos Azules enviadas a Timor Oriental-, y después seguir a Dili con un avión militar, lo que no le costaría nada si posee una credencial de prensa o trabaja para una organización humanitaria. Pero antes tendría que solicitar una visa indonesa, lo que puede durar mucho tiempo, pues Timor Oriental pertenece aún de jure, pero no de facto a Indonesia. Y no le quiero ocultar que la comunicación allí es difícil, porque ya no se habla ninguna lengua europea -sólo timoreses de edad mayor comprenden el portugués y los jóvenes, es decir, la mayoría de la población habla sólo bahasa indonesia y tetum, un idioma local. Además en Dili no hay hoteles ni restaurantes, ni agua ni electricidad, en cambio hay mosquitos y cocodrilos de agua salada que hacen riesgoso un baño de mar. Aún así, el peligro de ser devorado por un cocodrilo es menos probable que ser alcanzado por la bala de un rebelde pro-indonés, y aún menos posible que contraer el tifus o la malaria. Con tal objeto veamos una vez más el siguiente diálogo de El cántaro roto de Kleist, que trata precisamente de aquella región del mundo:

 

Walter: ¿Qué? ¿a Batavia?

Eve: la isla, la horrorosa, a la que

la mitad de la tripulación de cualquier barco que se aproxima,

sepulta a la otra. (…)

Haber muerto -no sé de qué fiebre

¿Fue la amarilla, la escarlatina o estaba podrido?

 

¿Y si nosotros fuéramos más bien a Kosovo? Prištinase halla tan sólo a dos horas de vuelo de Viena o Berlín; si usted quiere, puede ir en auto. La unidad monetaria es igual que en Alemania, su poder de compra es mayor que en la República Federal y para ingresar no se requiere más que la cédula de identidad. Imagínese que acaba de llegar a Gjakovë, que en serbio se llama Djakovica, y se encuentra con una fosa común que abren en su presencia. De la tierra fresca removida se distingue una manga vacía por la que se arrastra un gusano. Y el nativo que lo acompaña dice más bien incidentalmente que ésa es la chaqueta de su hermano, acribillado por policías serbios y que fue enterrado secretamente junto a otros asesinados en el huerto, antes de que las autoridades pudiesen hacer desaparecer los cadáveres. Más tarde, en el camino por el antiguo casco musulmán de la ciudad, llena de muescas y fisuras por los impactos de artillería, el lugareño indica una ruina ennegrecida por las bombas incendiarias y me dice que es su casa; solamente el Porsche traído de Alemania, adquirido con el dinero de trabajador inmigrante, ha sobrevivido a la guerra, escondido bajo una pila de heno.

Usted le ofrece un cigarrillo, su guía lugareño lo rechaza agradecido a pesar de que hace tres meses que no ha fumado Marlboro, como él dice. Usted le quiere regalar todo el paquete, pero él opina que es un regalo muy valioso, aceptando con resistencia un solo cigarro que guarda en el bolsillo de la camisa para fumarlo más tarde. Después lo conduce al antiguo cuartel general de la policía, un bloque de concreto de varios pisos, en el que un cohete teledirigido de la OTAN –cruise missile o Tomahawk– abrió un profundo agujero en la fachada. La caja de la escalera ha quedado intacta y usted se trepa por sobre montones de escombros y vigas metálicas desencajadas para llegar a una oficina en el piso superior, en cuyo escritorio se acumulan fichas con fotografías e impresiones digitales de individuos buscados, y al lado, como en una mala película, una botella de slibovitz medio vacía y una revista pornográfica deshecha. «Éste», dice su guía, sacudiendo la ceniza de una ficha polvorienta, «fue un primo mío torturado a muerte en el sótano de la comisaría. Sin embargo, él no tenía nada que ver con la UÇK.»

Al abandonar el edificio usted se ve rodeado por mujeres con lágrimas en sus rostros que levantan fotografías de sus esposos, hermanos e hijos secuestrados por la milicia. Una madre le pide a usted ayuda para buscar a su hijo de quince años que desapareció hace seis semanas sin dejar huellas. A usted le cuesta hacer comprender a la mujer que no es un miembro del Alto Comisariado de las Naciones Unidas para los Refugiados UNHCR, ni de la Cruz Roja, y se siente entonces bastante miserable.

Al llegar a este punto usted protesta y quiere saber ¿por qué expongo delante suyo toda la miseria del mundo? Desde luego, aunque usted quisiera, no podría hacer nada porque se  escapa a su influencia y, además, es ‘nieve de antaño’. Como auditor o lector que es, ¿cómo debiera reaccionar a no ser que entrando en shock y vergüenza, rabia de impotencia o consternación por sentirse desvalido?, ¿si al menos le pidiera una donación para aliviar la miseria más agobiante?, ¿pero de esta manera? A mi pregunta retórica: si usted acaso no siente curiosidad por el estado del mundo en el que vive, me responde indicando que su receptividad al sufrimiento ajeno es limitada y me da a entender que tiene suficiente con sus propios problemas, que prefiere un amor práctico al prójimo a un amor abstracto impracticable desde la distancia, que no compromete para nada al autor de estas buenas palabras y que sólo sirve para hacer alarde de su buena conciencia. Sin embargo, hay una objeción que lo hace pensar: lo que sucede en otra parte, ¿no podrá ocurrir mañana o en un futuro remoto delante de su propia casa? La ciudad Prizren, donde el jefe subrogante de la policía, Milan Petrović, según los informes de investigadores de la ONU, ha torturado a muerte a civiles kosovares, está a una distancia de una hora y media de vuelo de Munich.

Éste es el primer día de la intervención de la OTAN y el Tribunal Internacional de derechos humanos de La Haya no ha enviado aún observadores a Kosovo. Recién hace una hora, unidades blindadas de vanguardia de la Bundeswehr (Fuerzas Armadas Alemanas) cruzaron la frontera albanesa cerca de Kukës y se acercándose lentamente a los distritos periféricos de Prizren, donde el jefe subrogante de la policía, por esta vez no descarga su ira con los habitantes del lugar, sus víctimas habituales, sino con dos periodistas que esperan en el check point (el puesto de control), para tratar de llegar al centro de la ciudad. El policía arranca de la mano al reportero de Buenos Aires, que me acompaña, su credencial de la OTAN y la pisotea con el taco de sus botas. Cuando el argentino protesta, gritándole hijo de puta[3], el jefe de la policía se enfurece -como le ocurre al enano saltarín(Rumpelstilzchen)[4] al escuchar por primera vez su verdadero nombre- y le encañona el arma cargada sobre el pecho. Yo temo por la vida del argentino y trato de calmarlo, él con la punta de los dedos, como si se tratara de un objeto repugnante, aparta el cañón del fusil hacia un lado, pero la cólera del policía no se apacigua, por el contrario, muestra los colmillos como un perro de combate que está a punto de lanzarse a la garganta de su víctima.

En ese momento de angustia la salvación llega con un ruido detonante, bajo la forma de una caravana de vehículos militares alemanes: tanques Leopard con soldados sudorosos y sonrientes nos hacen saludos jocosos desde la torre del tanque, como si percibieran en esta escena un mal entendido o una broma. Bajo el ruido ensordecedor, nos envuelve una nube de gases de escape, cuando el polvo se disipa, hemos cruzado la carretera –del lugar de control- tras el convoy que corta el viento y burlamos a nuestro guardia que tose y maldice sacudiéndose la tierra del uniforme.

De noche, durante la conferencia de prensa en la antigua sede de la OSCE, que sirve ahora de cuartel del Estado Mayor, el Comandante General habla de un éxito rotundo. El contingente alemán de la OTAN ha llegado conforme a Prizren y, pese a la tensa situación, no hubo saqueos ni disturbios. En ese momento aún no sabemos que dos reporteros del semanario Stern más su intérprete han sido acribillados por francotiradores al norte de Prizren.

«¿Por qué hace esto?, ¿por qué se pone voluntariamente en peligro, señor Buch?» No puedo responder más que con una sonrisa embarazosa a esta pregunta recurrente, no lo sé con exactitud. Actúo por un motivo que yo mismo no comprendo muy bien. Ni el entusiasmo patriótico ni la convicción política, cuyo ímpetu moral incitaba en otros tiempos a los intelectuales de izquierda a integrarse a la Guerra Civil Española o en la campaña con los aliados contra Hitler. No soy un soldado de primera línea como Ernst Jünger, ni un veterano como Hemingway, cuyo ideal pueril del macho se nutría de sus vivencias del combate y la caza: soy un observador pasivo que, sin intervenir en los sucesos, tomo partido apasionadamente – una contradictio in adiecto que debo aceptar tal cual. Por cierto, lo que corresponde aquí es el espíritu aventurero, pero la palabra curiosidad, lo describe mejor: curiosidad por la condition humaine después del fin de la Guerra Fría

-quiero saber cómo viven mis semejantes a comienzos del siglo XXI y de qué mueren- curiosidad también conmigo mismo. Al confrontarme con situaciones extremas, intento averiguar algo sobre mí mismo.

Lo que me interesa mucho menos es la opinión vertida en los diarios que se rumia hasta vomitar, desbordándose por todos los canales de televisión. La pregunta de si los medios manipulan nuestra percepción y cómo, me interesa tan sólo marginalmente. «En la guerra más que en cualquier otro lugar del mundo, las cosas se dan manera distinta a como uno las imagina, y se ven muy diferentes de cerca que a la distancia», escribe Clausewitz. La realidad es más bárbara de lo que muestra la televisión (las peores imágenes se ahorran a los espectadores) y, al mismo tiempo, menos grave porque no se mata y se muere en todas partes a la vez. De todas maneras, batallas materiales como durante la Primera o la Segunda Guerra Mundial (o durante la Guerra del Golfo) no las viví. Conocí sólo la llamada low intensity war o guerra de baja intensidad, que destruye mercados en lugar de fábricas y cabañas en lugar de palacios. Con la excepción de la capital chechena Grozny, cuya destrucción no provocó en los medios una indignación comparable al eludible ascenso del populista de derecha austriaco Haider. Censura y manipulación no sólo ocurren en la forma de comentar los sucesos, sino también en los preliminares, cuando se decide sobre qué parte del mundo, dónde y cuán exhaustivo se hará un reportaje.

Aún a mediados de los años ‘80, reportajes en vivodelos Khmer Rojos en
Camboya o de los Boieviki en Chechenia, entonces parte integrante de la Unión Soviética, eran técnica y políticamente imposibles. Cuando vi el aparato de telex antediluviano en la embajada de la antigua RDA en Buenos Aires, al que sólo colaboradores de la Stasi tenían acceso, comprendí por qué el Pacto de Varsovia[5] perdió la Guerra Fría. Hoy día, computadores, fax, teléfonos satelitales, transmiten en fracción de segundos textos e imágenes de un punto del planeta al otro, burlando sin esfuerzo cualquier control y censura oficial. El reverso del progreso tecnológico son los reporteros que no saben nada de la historia y la cultura del país que recorren y menos de su lengua. Tampoco es necesario, porque todos los hechos y datos se almacenan en sus computadores, y el texto que redactan rara vez es más largo que un pie de foto. El productor de palabras se transforma en asistente del fotógrafo, que es mejor pagado y por tanto irremplazable; buenos fotógrafos son escasos, pero proveedores de texto hay como arena en el mar, el newspeak denomina aquello como printmedias.

Lo contrario del reportero es el experto al que no le gusta abandonar su oficina en el instituto; en lugar de ir al frente de combate, va a la biblioteca o desciende un piso más abajo, al archivo. En congresos internacionales brilla por un conocimiento específico que encarga a recopilar a sus estudiantes y a preparar por su asistente, antes de pasarlo al gobierno. Junto a éste se comprueba la aparición de un nuevo tipo que se puede encontrar hoy día en todas las regiones en crisis: el reportero con mochila, el equivalente periodístico del turista mochilero, casi siempre un estudiante de Canadá o Estados Unidos, que con laptop y cámara de video se interna en el país en guerra, estando constantemente en peligro de ser arrestado o fusilado como espía, porque nadie le cree que quiere reunir material para su tesis de magíster. A alguien como yo, armado tan sólo con un lápiz y un block de apuntes, le va mejor: los combatientes de ambos bandos lo toman como un sacerdote o un médico que puede sanar sus dolencias físicas y espirituales, mientras que los reporteros de televisión se burlan compasivamente como ante una reliquia de la época de Gutenberg.

Sin embargo, no soy periodista sino escritor de profesión, tampoco soy el primer autor que ha partido a una guerra voluntariamente, sin estar obligado, como es normalmente el caso por fuerza mayor o por el Estado. Desde mediados de los años ‘90 fui enviado por el semanario Die Zeit y otros medios a visitar numerosos territorios en crisis o en guerra: Liberia, Sierra Leona, Burundi, Ruanda, Bosnia, Chechenia, Argelia, Kosovo, Camboya, Pakistán y Timor Oriental –no como reportero profesional, sino como escritor. Aquí está la respuesta a la pregunta formulada anteriormente: hay desafíos existenciales que un escritor debe asumir si quiere averiguar algo sobre sí mismo y el mundo que lo rodea, y que no haya sabido antes. Me refiero a situaciones extremas como el nacimiento y la muerte, la prisión y el exilio, la tortura y la guerra, asuntos que la intuición no concede estando sentado en el escritorio en casa, sino al distanciarse. La literatura lo ha hecho en todos los tiempos.

En el verano de 1851, el conde León Nikoláievich Tolstoi viaja al Cáucaso. En vísperas de cumplir 23 años, el 28 de agosto (cronología antigua) se desahoga anotando en su diario de vida: «He tenido mujeres, me he mostrado débil en muchas ocasiones -en el simple trato con las personas, en el peligro, en el juego de naipes, y aún estoy lleno de falso pudor. He mentido mucho. – Dios sabrá para qué he venido a Groznaia.»

Groznaia, llamada así según Iván el Terrible, actualmente Grozny, fue el escenario de una guerra que duró décadas rebrotando sin tregua. Tolstoi emprendió un penoso y peligroso viaje a sus expensas en compañía de su hermano mayor, para participar como observador en una expedición militar del ejército ruso contra los insurgentes chechenos. Por más que no haya servido al ejército y no entienda nada de asuntos militares, sueña con una carrera de noble oficial; al mismo tiempo quiere ser escritor y reunir material para un cuento o una novela sobre la guerra del Cáucaso. A la pregunta de Tolstoi, si puede adherirse a su regimiento, responde el oficial de servicio, capitán Chlopov: «De permitírselo, sí, usted puede. Pero mi consejo sería que se abstuviera. ¿Para qué correr ese riesgo?» Y le recomienda la lectura de una obra clásica sobre la guerra que describe en detalle dónde se ubicaba cada cuerpo del ejército y cómo se desarrolló cada batalla. Eso justamente, dice Tolstoi, no le interesa. «Bueno, ¿entonces qué? ¿Quiere ver sólo cómo se mata a la gente?» No, responde Tolstoi, y plantea una pregunta, que aún hoy, 150 años después sigue sorprendiendo por su ingenuidad: él quiere saber qué significa coraje, por qué los soldados van a combatir y a morir. «Prueba de coraje, dice el capitán Chlopov, demuestra aquél que se comporta como corresponde» -sentencia que Tolstoi consigna en su diario de vida porque la encuentra más convincente que la definición de Platón, para quien el coraje sería «saber aquello que es de temer y aquello que no», lo que le parece muy abstracto.

Tolstoi acompaña al ejército ruso en una expedición punitiva, en la que saquean e incendian un pueblo montañoso (aúl) checheno; los habitantes son masacrados por los soldados. Dos cosas irritan a Tolstoi, por más que haya estado afiliado al Estado Mayor, no logra tener una visión general de la operación; las maniobras del ejército le hacen pensar en un hombre que gesticula en el aire con un hacha. Y el Comandante, el Príncipe Bariatinski, da incidentalmente la orden de destruir el pueblo, como si se tratase de mandar a poner la mesa en una recepción de palacio. «<Pues ahora, Coronel, la gente puede incendiar y saquear, ya veo que tienen unas ganas terribles de hacerlo> dice sonriente.»

El cuento de Tolstoi, La incursión, surgido bajo las impresiones inmediatas del suceso, es del punto de vista literario inmaduro; escrito a partir de las notas de su diario de vida se lee como el informe de un corresponsal de guerra -al que le falta la distancia necesaria. Recién diecisiete años más tarde, en su obra principal La Guerra y la Paz, el autor escribirá una novela a partir de sus experiencias acumuladas en el Cáucaso, refundiéndolas en una composición literaria transfigurada. El protagonista de la novela es Pierre, un civilista que, como el joven Tolstoi, no entiende nada de la estrategia militar y deambula sin rumbo entre muertos y moribundos por los campos de batalla de Borodino, con una mirada extraña que revela mejor que un presumible conocimiento de especialista la crueldad del combate. Se sabe que La Guerra y la Paz es una epopeya histórica que se desarrolla en la era napoleónica. Tolstoi necesitó otros treinta años para presentar en su estado puro la experiencia traumática de su juventud, la guerra de Cáucaso, en la obra tardía Hadji Murat. De estas experiencias que abarcan toda una vida nace la gran literatura; la actualidad de la novela escrita hace cien años, frente a la guerra desatada hoy día en Chechenia, es evidente: «Sado fue con picota y pala en mano, acompañado con parientes, a cavar la tumba para su hijo. El anciano abuelo, sentado junto al muro de la casa destruida, tallaba mecánicamente la corteza de una varilla con la mirada perdida. (…) Lamentos de mujeres se oían desde todas las casas y de la plaza, adonde habían llevado a otros dos muertos. Los pequeños lloraban con las madres. El ganado bramaba hambriento, pero no había más forraje. Los niños más grandes dejaban de jugar y miraban con ojos asustados a los adultos.»

El sufrimiento sin solución no inspira compasión sino repulsión -así se define el pensamiento fundamental de Laocoonte de Lessing: «Abrid, en efecto, en vuestra imaginación, la boca de Laocoonte, y juzgad; dejadle gritar, y veréis el efecto. Antes era una imagen que inspiraba compasión, porque encarnaba belleza y dolor a la vez; ahora es una figura fea, horrible, que nos fuerza apartar la mirada porque el espectáculo del dolor nos desazona hasta tal punto, que ni la belleza del objeto sufriente puede transformar esta destemplanza en el suave sentimiento de la compasión[6].»

El Laocoonte de Lessing no es una consideración clásica sobre la nobleza de la simplicidad y la grandeza silenciosa del arte antiguo, ni como dice su promisorio subtítulo, un tratado académico sobre «los límites de la pintura y la poesía»; es más bien un ensayo sobre la representabilidad del sufrimiento y el dolor físico, de la crueldad y la violencia. Es eso lo que conduce al centro de la problemática esbozada en sus páginas, y un tanto más, ya que el autor no confronta al lector con conceptos cerrados, sino que lo integra en un proceso de pensamiento haciéndolo participar en la creación de su texto.

Lessing distingue entre testigos oculares inmediatos de un suceso que denomina asistentes y espectadores, es decir, el público. Entre ambos está el narrador o cronista, cuyo rol está presentado hoy en día por el reportero. Todos juntos son incapaces de tener empatía, no por falta de buena voluntad, sino por carecer de la imaginación que permite ponerse en el lugar del otro: un mecanismo psicológico que no se puede confundir con la indiferencia pues sirve ante todo para la autoprotección -la supresión de la distancia exterior pone en peligro el equilibrio interno.

«Por otra parte, el dolor físico no es tan susceptible de despertar en nosotros esta compasión que nos inspiran otros sufrimientos. La imaginación percibe una parte tan pequeña de ese dolor ajeno, que su simple vista, no puede evocar un sentimiento recíproco. (…) Y, entonces, ¿quién sabe si los dramaturgos modernos son más dignos de elogio que de vituperio, por haber evitado del todo este escollo, o al menos haberlo franqueado con su ligera embarcación[7]?»

La observación de Lessing se me confirmó al regresar de territorios en crisis o en guerra. Tan pronto yo respondía a la pregunta de quien me interpelaba: «¿Cómo era en Ruanda? o ¿cómo era en Camboya?», su ceño se fruncía en arrugas dolorosas que decían mucho más que las expresiones «terrible» o «grave». Por lo visto, lo que yo intentaba dar a conocer sobrepasaba la empatía de mis auditores, cuya imaginación no alcanzaba a trasladarlos a un campo de refugiados. Pero ellos sí tenían curiosidad por saber cómo estaba el tiempo en Ruanda o Camboya y qué había para comer, es decir, utilizando como criterio sus experiencias de vacaciones hacían mensurable lo inconmensurable. Frente a eso no hay nada que objetar. Lo que más me asombró fue el hecho de que las víctimas de crisis y/o guerras no querían saber nada del sufrimiento de otras personas en distintos lugares del mundo, aún cuando se trataba, como en Bosnia o Chechenia, de sus correligionarios musulmanes. Al contrario, mientras más me aproximaba a un territorio en guerra, menor era la capacidad de la población de admitir la miseria ajena, pues los sobrevivientes –víctimas, ejecutores y espectadores– estaban totalmente absorbidos (y frecuentemente sobrepasados) por la asimilación de su propio sufrimiento. Esto no es de extrañar.

Una compasión activa presupone una existencia material asegurada –aún la empatía con los judíos perseguidos y asesinados fue terriblemente limitada en los soldados que regresaban de la guerra y en la población civil de ciudades bombardeadas de la Alemania de la post-guerra. Esto no ocurría solamente por la propaganda antisemita de los nazis, que surtía efecto aún en sus adversarios. Incluso los aliados recibían con incredulidad los informes de fugitivos del campo de concentración, y los sobrevivientes necesitaban años o décadas para llevar sus experiencias traumáticas al papel. Después de 1945, la prioridad fue asegurar la existencia, reunir a las familias dispersas, buscar un techo y procurarse el pan cotidiano. Los primeros testimonios publicados poco después del fin de la guerra sobre los crímenes nazis –Der SS-Staat (El Estado SS) de Eugen Kogon, y Medizin ohne Menschlichkeit (Medicina sin Humanidad) de Alexander Mitscherlich– no consiguieron la catarsis esperada en la población alemana ni la desnazificación. Tampoco los procesos de Nuremberg contribuyeron a una reorientación verdadera del pensamiento. Incluso entre los antifascistas los informes de esta índole se calificaban como «cuentos atroces»[8], y entre los escritores del Grupo 47[9] imperó por mucho tiempo el dogma que el genocidio de los judíos no podía ser representable de forma artística porque rompía con el marco de la literatura. A pesar que la Todesfuge (Fuga de Muerte) de Paul Celan ya había rebatido la sentencia de Theodor W. Adorno de que después de Auschwitz sería una barbarie escribir poesía. Hubo que esperar hasta mediados de los años ‘60 para que el Oratorio de Auschwitz de Peter Weiss, Die Emittlung (La Instrucción), fundada en el proceso de Francfort, provocara un cambio repentino en la opinión pública, que se concretó políticamente con la genuflexión de Willy Brandt en el ghetto de Varsovia y la construcción de un monumento a las víctimas del Holocausto. La emisión de la serie televisiva con el mismo nombre, el filme de Steven Spielberg: La Lista de Schindler, el debate histórico y la discusión en torno a las hipótesis de Daniel Goldhagen[10], fueron otras piedras milenarias que se pusieron en este camino.

Desde entonces ha aparecido variada literatura sobre el Holocausto, no tan sólo de parte de los sobrevivientes, sino de generaciones ulteriores, víctimas, ejecutores y espectadores. Más allá de un simple testimonio, se han utilizado todas las formas y variedades artísticas: desde la historieta ilustrada hasta el teatro musical, del teatro documental a la comedia trágica, del diario íntimo a la novela. Sin embargo, la advertencia de Lessing en el sentido de no franquear el escollo con una demasiado ligera embarcación, sigue teniendo vigencia. En efecto, mientras se cruza el umbral de inhibición que impide representar aquello que pasó antes por irrepresentable –la muerte en la cámara de gas- y se hermosea artísticamente en cualquier dirección, más se pierde el impulso original en una mezcla de mudo estupor, vergüenza y shock. Quitarle a estos temas su carácter tabú va de la mano con su banalización, Auschwitz se transforma en una referencia entre otras y la indignación ritualizada se petrifica como todo bien cultural devaluado y convertido en un cliché que no quiere decir nada. Probablemente Martin Walser hizo alusión a esta tendencia cuando desató su dudosa polémica contra la instrumentalización del Holocausto[11] –dudosa porque al volcar al bebé junto con el agua de la bañera, le atribuye a la moral individual un valor superior que al discurso público, definiendo la elaboración del pasado como asunto personal – en que el camino enigmático conduce hacia el interior[12].

No era el primer muerto que yo había visto en Haití, pero éste se grabó de manera más profunda que los otros en mi memoria. No parecía dormir como lo quiere el cliché misericordioso. En sus ojos desorbitados se había plasmado el último horror de lo que le había ocurrido. Probablemente, al volver de una discoteca cayó en los brazos de una patrulla del ejército que se dedicaba a la cacería nocturna de verdaderos o imaginarios adversarios del régimen militar. Las poblaciones de los pobres, en la ruta que conduce al aeropuerto, eran reductos del presidente Aristide, elegido democráticamente. Los paramilitares lanzaban los cadáveres sobre un montón de basura al borde de la ruta, permanecían allí para sembrar el espanto, y los pobladores no se atrevían a enterrarlos por temor a las represalias de la policía.

Cuando veinticuatro horas más tarde volví a ver al asesinado, ya no estaba de espaldas, sino de vientre. Los ladrones lo habían despojado de sus zapatos y los perros vagabundos o cerdos que rondan libremente en los barrios pobres de Haití, habían desviscerado al cadáver arrastrándolo al otro lado de la calle. Prefiero no describir la imagen. Con justa razón Alex Webb, el fotógrafo que me acompañaba, capturó solamente sus pies desnudos.

Extrañamente, no me hice ninguna de las preguntas que vienen a la mente del lector de periódicos o espectador de televisión, aquellas que el comentario del conductor o el pie de foto tienen que responder de forma clara y concisa: cómo se llamaba el joven, qué profesión ejercía, cómo y por qué fue asesinado. No se trata de que estas preguntas no me interesen, pero me parecieron banales en presencia de aquella vida humana que había encontrado un final tan abrupto. Mientras los transeúntes se tapaban la nariz con pañuelos y contemplaban al muerto, mirando furtivamente a su entorno antes de continuar su camino, se me vino a la mente un verso de mi profesor Walter Höllerer que expresa mejor que cualquier reportaje de un medio, la pesadumbre existencial de la situación: «Él yacía sin esfuerzo en el borde / del camino.» Aún cuando el poema de Höllerer no haya nacido bajo el sol tropical de Haití, sino en el hielo y la nieve, durante la retirada de la Wehrmacht[13] alemana, en un paso de los Alpes italianos, se aproxima más al suceso que un comentario que se fuerza por alcanzar a la objetividad. En el muerto anónimo, Höllerer no ve tan sólo un soldado caído, sino a un hermano: «Él no fue un esclavo; no, fue un hermano mío que murió», dice Antígona y Creonte le responde: «El enemigo no es jamás amado, ni aún en la muerte.» Años más tarde cuando leí la tragedia de Sófocles, comprendí que sin saberlo, yo había asistido a una escena primigenia de la humanidad. Estando ante el muerto anónimo, con el poema de Höllerer en la memoria, todavía no pensaba en eso.

Lo que surgió en la conciencia del poeta fue el sentimiento -cuya autenticidad es difícilmente descriptible- de que el mismo destino pudo haberle tocado. Cuando falta esa conciencia, el texto se vuelve frívolo o banal –independiente si el muerto es celebrado como mártir o lamentado como víctima de una matanza absurda. Esto no es sólo una cuestión de estilo, sino de distancia espacial: Desde el escritorio del editor o desde el podio del orador oficial, la inmediatez del mundo se ve diferente a cuando a uno le llega el olor de la putrefacción a la nariz. Quien ha respirado el hedor de la muerte, no se puede librar más de él, y cuando ve gente que sutiliza con los conceptos cuya realidad no ha pasado por su propio cuerpo, siendo para ellos palabras vacías, siente una especie de furia sagrada y no le importa si ellos se excitan con la guerra y la violencia, o si la condenan plenos de indignación.

Podría citar aquí a Heiner Müller, Botho Strauß, Rainald Goetz y otros autores que coquetean a gusto con imágenes de violencia, pero prefiero darle la palabra a uno más versado como George Orwell, cuya crítica al espíritu del tiempo de los tardíos años ‘30, se nutre de una experiencia semejante. Orwell sabía de lo que hablaba cuando reprochaba al entonces joven poeta W.H. Auden, su glorificación de la violencia de tendencia fascista. Aún cuando -o porque Auden se hallaba al otro lado de las trincheras-, en el campo del estalinismo, lejos de mejorar, la cosa empeoraba: «Tomorrow for the young, the poets exploding like bombs, / Tomorrow the bycicles races / Through the suburbs on summer evenings. But today the struggle. / Today the deliberate increase in the chances of death, / The conscious acceptance of guilt in the necessary murder» (Spain) – «Mañana para los jóvenes, los poetas estallando como bombas, / Mañana las carreras de bicicleta / A través de los suburbios en tardes veraniegas. Pues hoy la lucha. / Hoy el aumento deliberado en probabilidades de la muerte, / La conformidad conciente de la culpa en el asesinato necesario[14].»

«Todo enormemente edificador», observa Orwell sobre los versos de Auden. «Repárese sin embargo, en la expresión asesinato necesario; esto sólo lo podía escribir alguien para quien asesinato es a lo más una palabra. Personalmente no hablaría en forma tan descuidada sobre el asesinato. Yo vi los cadáveres de muchos hombres asesinados… Hitler y Stalin defendían al asesinato como algo necesario. No destacaban su brutalidad ni la definían como asesinato, sino como liquidación, eliminación o algo parecido. La amoralidad del cuño de Auden sólo es posible para alguien que no está cuando se aprieta el gatillo.» (En el vientre de la ballena)

Sin embargo W.H. Auden era de una moralidad íntegra y, como poeta tenía mucho talento para perseverar en su radicalismo verbal. Que morir y muerte no eran conceptos vacíos lo demuestra el siguiente poema escrito después de una visita al Museo de Artes de Bruselas. Si George Orwell lo hubiera conocido, difícilmente se habría abstenido de aclamarlo:

 

About suffering they were never wrong,

The Old Masters; how well they understood

The human position; how it takes place

While someone else is eating or opening a window or

just walking dully along (…)

In Breughel’s Icarus for instance: how everything

turns away

Quite leisurely from the disaster…

(Musée de Beaux Arts)

 

Acerca del sufrimiento ellos nunca se equivocaron,

Los antiguos maestros; cuan bien comprendieron

La situación humana; cómo tiene lugar

Mientras alguien come o abre la ventana o

camina sin ánimo por ahí (…)

En el Ícaro de Breughel por ejemplo: cómo todo

se aparta

Completamente sereno del desastre…[15].

 

A fines de 1936, George Orwell visitó a Henry Miller en París. Su novela Trópico de Cáncer, publicada el año anterior, le había entusiasmado. Orwell estaba en camino para luchar en la Guerra Civil Española y defender la República atacada por las tropas de Franco. Como muchos intelectuales de izquierda, deseaba que sus palabras estuviesen respaldadas por sus acciones y «matar con sus manos a un fascista», como explicó delante de Henry Miller, cuya reacción fue un shock para Orwell: «Lo que más me sorprendió fue descubrir que él (Henry Miller) no sentía ni el mínimo interés por la guerra civil. Me aseveró que sólo un idiota podría ir a España en este momento. Podía comprender que alguien fuese por razones puramente egoístas -por ejemplo, la curiosidad- pero inmiscuirse en semejantes cosas por sentirse moralmente obligado era pura idiotez. Mis ideas sobre el combate contra el fascismo y la defensa de la democracia no eran sino una estupidez.» (En el vientre de la ballena).

El proyecto de Orwell de matar a un fascista, fracasó. En la guerra de trincheras ante la ciudad de Huesca, tomada por las tropas de Franco, divisó por fin a un soldado enemigo, que justo se estaba bajando los pantalones. Orwell no pudo pasar por encima y abatirlo, porque el hombre que satisface una necesidad natural no es un fascista, sino un hombre común y corriente. Dos semanas más tarde, como Orwell asomara la cabeza por encima del borde de la trinchera, una bala de escopeta le impactó el cuello. «The bullet went clean through my neck but missed everything except one vocal cord. I am rather glad to have been hit by a bullet. (…) What I saw in Spain did not make me cynical but it does make me think that the future is pretty grim.» (Letter to Rayner Heppenstall) – «La bala atravesó mi cuello limpiamente, no dañó nada, salvo una cuerda vocal. Estoy bastante contento de haber sido impactado por una bala. (…) Lo que viví en España no me transformó en un cínico, pero me hace pensar que el futuro es bastante lúgubre.» (Carta a Rayner Heppenstall) [16].

En esta carta escrita poco después de su partida de España, Orwell le da indirectamente la razón a su antípoda Henry Miller. Lo que más le desilusionó no fue la bala que por un pelo no lo mata, sino que al salir del hospital militar de Barcelona, donde la policía secreta estalinista acosaba a trotzkistas y anarquistas, mientras el ejército de Franco estrechaba más y más el asedio alrededor de la ciudad, recién sanado de su herida, Orwell debió sumergirse en la clandestinidad para escapar de sus perseguidores, puesto que como miembro de la milicia de extrema izquierda del POUM[17], figuraba en la lista negra del NKWD[18]. Él y sus semejantes no sólo estaban amenazados a muerte por los adversarios fascistas de la República Española, sino que por los defensores comunistas -una esquizofrenia imposible de explicarle a un bolchevista de salón en Inglaterra.

La simultaneidad del terror y de la normalidad es mucho más antigua que la literatura moderna. Aquello que Walter Benjamin define como choc[19]surrealista y Bertolt Brecht como efecto de distanciamiento, fue una práctica corriente en el arte en la Edad Media tardía y en los inicios del Renacimiento –sin hablar del Manierismo ni del Barroco: piénsese tan sólo en Breughel o Jerónimo Bosch, aludido por Auden. Yo con frecuencia vivencié escenas semejantes en territorios en guerra o en crisis: mientras una bomba estallaba en la plaza del mercado de Sarajevo, despedazando a una mujer con sus hijos que esperaban por agua en una fila, en el «Café Europa» se servían capuchinos; mientras el ejército de Tutsis de Ruanda masacraba a miles de Hutus en los campos de refugiados Kibého, al borde de la piscina del hotel Mille Collines, un alto parlante llamaba a los clientes a almorzar; y mientras en el Sniper Alley de Sarajevo los transeúntes eran baleados como conejos, algunas calles más allá, la vida seguía su curso normal, «como si nada hubiese pasado», como dicen las novelas por encargo.

La simultaneidad de estos procesos es más espantosa que los muertos que aparecen a diario en los noticieros de televisión y que satisfacen el voyeurismo de los medios con el chorreo de sangre, distanciándose tanto más del espectador, mientras más se acercan al suceso – un movimiento contradictorio que tiene efectos retroactivos en la percepción de la realidad. Yo me siento como en «una película de guerra», me dijo un soldado de la Bundeswehr, al descender del tanque en Prizren, rodeado de niños alegres, agitando banderitas de papel de color negro-rojo-dorado y gritando «Thank you Deutschland». «¡Esto de aquí es absolutamente irreal!». A pesar de que, como la mayoría de los soldados, él no simpatizaba con los clichés patrióticos de los medios – y no sentía confianza por esa paz.

Yo tampoco confío en esa paz. Como una piedra que asoma de la tierra y cuya parte inferior está llena de gusanos y escarabajos, la guerra saca a luz una cruel verdad escondida detrás de la fachada luminosa de la cultura: la regresión a la barbarie es posible en todas partes y en todos los tiempos. Con una cesantía superior al treinta por ciento, la democracia parlamentaria se transforma en una ilusión sangrienta. Bullets statt ballots, (balas en lugar de escrutinios) – no es el partido más fuerte ni el mejor argumento lo que guía la opinión pública para conseguir la victoria, sino el más brutal y mejor armado. El gobierno cede su dominio de la calle a lores de guerra o a demagogos populistas –con frecuencia reunidos en una misma persona–, cuyos adeptos recluta en los bajos fondos del proletariado lumpen o en medio de adolescentes armados que fueron raptados después de que asesinaron a sus padres. Grupos marginales como neonazis y skinheads ganan terreno en el centro de la sociedad, mientras la guerra se vuelve el empleo más importante y, con frecuencia, el único que existe. El ejemplo de la juventud hitleriana movilizada en los últimos días de la guerra hizo escuela; los niños le dan menos significado al peligro y es más fácil adiestrarlos para matar que a los adultos. Los Khmer Rojos de Camboya, igual que la milicia Interahamwe, responsable del genocidio en Ruanda y sus adversarios; el Frente de Liberación Tutsi, estaba compuesto por jóvenes y niños menores que no sabían leer, escribir ni contar, pero habían aprendido a manejar armas y explosivos; esto vale tanto para los «combatientes de la fe», argelinos y chechenos, como para los rebeldes de Sierra Leona y Liberia.

Los restos del ejército regular parapetado en el Barclay Training Center de Monrovia, no tenían ninguna posibilidad contra los niños soldados, superiores en número,  del FNPL (Frente Nacional Patriótico de Liberia – este nombre por sí solo es pura ironía) de Charles Taylor. Ellos no entendían nada sobre tácticas y estrategias militares, corrían sin protección bajo el fuego de las ametralladoras. En mi primer recorrido por Monrovia, devastada por la guerra de tropas, apenas reconocí la ciudad que había visitado un año antes. Experimenté la sensación de un déjà vu. Las calles estaban orladas de cadáveres descompuestos, desgarrados por buitres y perros, mensaje en una lengua codificada cuyo sentido recién comprendí más tarde. Cada mañana –a esa hora los jóvenes combatientes dormían aún– nosotros saludábamos a los muertos como a viejos conocidos que habían cambiado un poco su aspecto durante la noche – para qué hablar del hedor. Aunque se arriesgaba la vida al cruzar una carretera, al aproximarse los periodistas, los combatientes suspendían el fuego y gritaban a los que estaban atrincherados detrás de los restos de automóviles, la orden de dejar pasar a los extranjeros. Todos los bandos combatientes de la guerra civil respetaban esta convención – fenómeno que sólo me explico por la fascinación que ejercían los medios. Los adolescentes, aguzados por videos con imágenes violentas, deseaban ardientemente aparecer ellos mismos en pantalla y posaban a lo Rambo delante del equipo de televisión. En Monrovia, una vida humana no valía más de cinco dólares, y los jóvenes armados, en lenguaje popular freedom-killers (asesinos por la libertad), estaban dispuestos a ejecutar a un rehén por menos dinero delante de una cámara en rodaje.

La hora de la verdad llegó cuando Corinne Dufka, fotógrafa de la agencia Reuters, venida de Nairobi, fue testigo casual de cómo los soldados de la FNPL maltrataron a un presunto miembro de la milicia Khran[20]. Desnudaron al hombre y hacían ademanes de castrarlo con un machete – por sadismo o, más plausiblemente, para impresionar a la mujer reportera. Después de haber fotografiado la escena, Corinne Dufka compró la libertad del prisionero y convenció a los torturadores de que lo dejaran ileso. Ella estaba orgullosa de haberle salvado la vida a un ser humano. A la mañana siguiente, el hombre yacía acribillado a la entrada del hotel.

Cuando le pregunté a un muchacho de unos dieciséis años, que se hacía llamar «Field-Marshall Rommel» (Mariscal de campo Rommel), por qué mataba a sus hermanos y hermanas africanas, respondió encogiéndose de hombros: «Why not?» (¿Por qué no?). Un año antes, en mi primera visita a Monrovia, mi guía de entonces, Molly, me respondió a la misma pregunta: «Ellos no necesitan motivo para matarte.» Me recordó un reportaje, efectuado en una pequeña ciudad del Medio Oeste de Estados Unidos, que había leído hace años atrás en el New York Times: escolares del high school local, que se declaraban adeptos de una secta satánica, habían matado a golpes, con bates de béisbol, al más pequeño y débil de su grupo, cuando se les preguntó por qué lo habían asesinado a él, respondieron riéndose: «Because it’s fun!» (¡Porque es divertido!).

Nunca he sentido fascinación estética por la guerra, pero sí me ha fascinado la magnitud de la violencia y la atracción del mal. Durante mucho tiempo consideré que esa atracción era una mentira piadosa bajo la que se escondían dudosos apóstoles de la moral. Hoy creo que el mal existe y experimenté en mi propio cuerpo cuán contagioso puede llegar a ser. Quien lucha contra dragones, se convierte a su vez en dragón, escribe Nietzsche. Los horrores que presencié en mis viajes por territorios en crisis me han ido embotando, paulatinamente, me he vuelto más insensible ante el sufrimiento de las víctimas – o peor aún, me he sorprendido gozando del espectáculo obsceno de la humillación pública de un ser humano. Fue en el otoño de 1996, en Grozny, donde los Boieviki (así llamaban en ruso a los combatientes musulmanes de la fe, que se decían a sí mismos Mudjahidines) habían introducido la ley musulmana, la charia. Para amedrentar a los que pensaban de otro modo y afirmar la disciplina y la moral socavada por la guerra, se decretó que las mujeres adúlteras debían ser lapidadas y a los ladrones se les cortarían las manos. Al mismo tiempo, el debate en torno a la charia era la expresión de una lucha de poder entre los fundamentalistas musulmanes y los partidarios del presidente Maskhadov, que pasaba por moderado. Las dos agrupaciones coincidían sólo en su odio contra el ejército ruso, que quería hacer regresar a Chechenia por medio de las bombas a la Edad de piedra. Ese día habían anunciado la flagelación pública de un alcohólico, suceso de alto valor simbólico ya que los chechenos también apreciaban el vodka y se identificaban con las tropas de ocupación, cuya soldadesca cometía los peores excesos en estado de ebriedad. No quiero describir el vergonzoso ejercicio que se produjo en la plaza, delante de la oficina de la Comandancia, en presencia de la prensa internacional: el sentimiento de culpabilidad que sentí al contemplarlo, intensificó la irritación, que invadió a la multitud de reporteros y periodistas.

La tragedia tuvo un epílogo burlesco: durante la noche desperté por un ruido sospechoso, vi a dos hombres armados que intentaban adueñarse de mi equipaje, pensé en un asalto o en un secuestro – toma de rehenes de periodistas de Occidente estaban a la orden del día y nadie sabía si detrás de eso estaba la mafia rusa, chechena o el KGB. Pero los Boieviki tenían otra intención: buscaban alcohol. Cuando lo encontraron, brindaron amablemente por mí y, sentados en la cama, se bebieron toda mi botella de whisky, después cargaron sus fusiles y desaparecieron silenciosamente en la oscuridad como habían llegado.

«JÄGERMEISTER – EUROPE’S MOST POPULAR LIQUOR» (Jägermeister – El licor más popular de Europa) se lee en la camiseta del alcalde que combate a los insurgentes y, al mismo tiempo trabaja de guardia de la Rutile Mining Company sudafricana. Actualmente organiza la autodefensa de la población local. Su nombre es Alfred Bangali, tiene 43 años y es padre de doce hijos, de los cuales cuatro murieron durante la guerra civil en Sierra Leona. Por todas partes hay cabañas desmoronadas con sus techos de paja quemados; no sólo las casas, también los troncos están acribillados por los impactos, una esquirla de granada que una palmera resiste fácilmente, puede ser mortal para un ser humano.

«Nyandehun Village, Imperi Chiefdom, Bonthe District, Mende people» – con estas palabras nos presenta el alcalde a sus guerreros, hombres jóvenes, armados con machetes, lanzas y bayonetas, cuyos torsos desnudos están pintados de blanco y adornados con collares de huesos de animales y conchas de cauris, fetiches que los harán invulnerables. Uno de los combatientes porta una Kalachnikov, para intimidar al enemigo lleva los cartuchos en su boca. Los Kamajors –así se llama la liga de hombres iniciados en la magia de la caza y la guerra– se parecen a los aborígenes de una película de Tarzán. Pero el juego es serio: están empapados de sudor por haber corrido, arrastrando tras ellos, como a un ternero reacio, a un prisionero atado con cuerdas, presumible espía del ejército de los insurgentes, que fue capturado por sorpresa en un campo de maíz colindante. El prisionero tiene quince o dieciséis años; sangra de una herida en el brazo y tiembla de miedo mientras sus guardianes le ponen machetes y bayonetas en la garganta y le hunden el cañón de la Kalachnikov en el vientre. Lo acusan de haberse hecho pasar sin derecho por un Kamajor y de haber robado dinero de una cabaña – mil leones que corresponde a más o menos un dólar, dice Alfred Bangali. No tengo tiempo de preguntarme si la historia es verdadera o inventada para impresionar a los visitantes blancos. El alcalde pregunta a los presentes qué se debe hacer con el espía, todos están de acuerdo con su ejecución. Y como prueba, tajan con la punta de sus machetes y bayonetas, su pecho, del que brotan oscuras gotas de sangre. Le ruego al alcalde que perdone la vida del prisionero, pero la representante de una organización caritativa que me acompaña, tiene otro parecer: la administración de justicia es patrimonio de las autoridades locales; yo no tendría derecho, según ella, de inmiscuirme en los asuntos internos de un pueblo africano. «El ladrón tiene suerte», responde Alfred Banjali, «sin su intervención, ahora sería un hombre muerto.»

Lo que más me espantó, no fue la brutalidad de los Kamajors, sino mi propia reacción, sentí una emoción extática que recrudeció hasta el placer sádico cuando la sangre del joven comenzó a fluir. No, la memoria engaña, fue el espectáculo del esbirro armado que lamió con su lengua estirada una gota de sangre desde la punta de su bayoneta – detalle obsceno que se me grabó con ácido indeleble en mi memoria. La cara del hombre estaba desfigurada por la voracidad y el odio, como la de un vasallo de guerra en un retablo medieval, mientras el torso desnudo del prisionero evocaba la imagen del San Sebastián de Botticelli, cuyo cuerpo traspasado por flechas emite señales eróticas. Mientas luchaba para salvar su vida, habría preferido participar en la tortura del joven. En un instante de descontrol, la barbarie traspasó el delgado barniz de la civilización.

«Nunca más debe desatarse una guerra en suelo alemán.» Este conjuro ritual estuvo considerado por décadas como conclusión lógica de la guerra comenzada y perdida por Alemania: esto unió a adversarios ideológicos como Erich Honecker y Helmut Kohl, y conformó la base para el «cambio por la aproximación» en el marco de la política de distensión consagrada por las potencias aliadas. La reunificación pacífica de Alemania y el fin de la confrontación de bloques en Europa dio posteriormente la razón a la frase citada más arriba. ¿Pero si la guerra no se desata en suelo alemán, sino en suelo yugoslavo? Para este caso imprevisto, la frase no entrega indicación sobre la manera de actuar. En el «nuevo orden mundial» que George Bush padre anunció al término de la Guerra Fría, no había lugar para conflictos armados, menos aún en Europa, donde se creyó haber aprendido verdaderas lecciones de su historia. La guerra era lo absolutamente otro, se convirtió en lo inconcebible – un estallido de violencia atávica que hizo añicos de manera sangrienta el sueño de una sociedad civil y multicultural, evocado en el discurso oficial. Como no puede ser lo que no debe ser, hubo resistencia a aceptar el conocimiento de la espantosa realidad, se prefirió meter la cabeza bajo tierra. El que infringió la prohibición de pensar -siguiendo la frase de Clausewitz, según la cual, la brutalidad de la guerra no es razón para no considerarla– y exigió una intervención militar a fin de impedir una masacre de civiles, fue nombrado por los apóstoles autoproclamados de la paz, como instigador de la guerra y puesto en la picota.

No quiero imputar motivos de mala fe a los críticos ni desempolvar una vez más los debates a favor o en contra de las intervenciones de la OTAN en Bosnia y, posteriormente, en Kosovo. Más que el ritualizado intercambio de golpes, donde los argumentos de ambos bandos son previsibles, me irrita la posición de aquellos sabelotodo que reducen una compleja amalgama de tradiciones históricas y conflictos políticos sociales a una causa única y mayoritariamente económica: comercio de armas, diamantes o petróleo. Como si uno pudiese impedir una guerra cerrando la llave del dinero y cortando las actividades de los aprovechadores – ¡eso sería muy bueno! Esas tentativas de explicación son tan justas como falsas, peor aún: son banales. Esto no quiere decir que los intereses lucrosos posean una importancia secundaria, pero forman sólo un estrato en la compleja amalgama de intereses. Más interesante que esta teoría, vulgarmente marxista, de una conjura económica, es la idea de un fenómeno de deslumbramiento contagioso, que como una espesura de manglares sólo puede esclarecerse con un trabajo duro y meticuloso. Así, un adepto tardío de la teoría crítica me explicó que en la guerra de los Balcanes y el Cáucaso, los combates se daban entre perdedores de la modernización que, en las ruinas del socialismo de Estado, se mataban con arpones y hachazos, como los náufragos en la balsa de la Medusa. Él me calificó a mí como representante de la «falsa inmediatez» porque tomaba por cierto todo lo que veía, entendía y sentía, en lugar de descubrir las leyes ocultas que determinan los sucesos. Actualmente el neo-hegelianismo es la forma más avanzada de una teoría de conspiración y redención del mundo que descansa sobre la idea fija que detrás de todo y de cada cual se esconde siempre una cosa muy diferente, por cierto, negativa y desagradable. «Justamente el carácter repulsivo de una explicación te puede llevar a aceptarla», señala Ludwig Wittgenstein en sus Vorlesungen über Ästhetik  (Lecciones de Estética), tras las cuales se esconde una polémica con Sigmund Freud: «Especialmente una explicación del tipo <esto es en realidad sólo eso>.» Y para probarlo, Wittgenstein agrega: «Muchas de estas explicaciones se aceptan porque tienen un atractivo particular. La idea de personas con pensamientos inconscientes es atrayente. La representación de un sub-mundo, de un sótano secreto. Algo escondido, ominoso. Comparar la historia de ambos niños, en Gottfried Keller, que meten una mosca viva en la cabeza de una muñeca, entierran la muñeca, y salen corriendo. (¿Por qué hacemos algo así?, porque lo hacemos así).»

El ejemplo que Wittgenstein extrae de la novela de Gottfried Keller, Romeo und Julia auf dem Dorfe (Romeo y Julieta en el pueblo), coincide de manera sorprendente con un cuento de los hermanos Grimm que, por su tranquilo tono narrativo, deja de lado la moral, llevando al extremo la ausencia de toda ilusión. La distribución de roles entre víctima y victimario es aquí tan fortuito como el asesinato que se lleva a cabo, literalmente en un abrir y cerrar de ojos. Culpa e inocencia aparecen como las dos caras de una misma cosa, y la historia no reserva consuelo metafísico que haga soportable lo insoportable. El cuento confirma la deprimente conclusión de Wittgenstein: no son los otros – somos nosotros quieneshacemos algo así, sin saber por qué.

«En una ciudad llamada Franecker, situada en la Frisia Occidental, ocurrió que niños pequeños, de entre cinco y seis años, jugaban al barón y a la doncella. A un chiquillo le ordenaron ser el carnicero, al otro el cocinero y a un tercero, el puerco. (…) Según lo convenido, el carnicero se abalanzó sobre el niño que hacía las veces de puerco, lo derribó al suelo y le cortó la garganta con un cuchillito, la doncella recibió la sangre en un pequeño recipiente. Un concejal que pasó casualmente vio la desgracia: tomó al carnicero y lo condujo a la Casa Mayor donde reunió inmediatamente al Concejo. Deliberaron sobre el acto, pero no supieron cómo tomarlo, pues pudieron apreciar que había sido realizado con candidez infantil.» (Wie Kinder Schlachtens miteinander gespielt haben). (Como los niños jugando al carnicero).

Una bala vuela más rápido que un pensamiento, la reflexión siempre surge posteriormente, cuando es demasiado tarde. El conocimiento libresco no ayuda cuando se está confrontado a la agonía y la muerte: La única literatura que, en su estado, aún le interesaba eran los reportajes médicos sobre su cáncer al pulmón, me dijo el escritor Danilo Kišpoco antes de morir. Hay un verso de Goethe que viene a mi mente cada vez que me encuentro ante víctimas de una masacre o expulsión étnica: «Das Unbeschreibliche / hier ist’s getan.» (Lo indescriptible / está aquí realizado). No hay nada más que decir, la lengua de la violencia reduce al mutismo a todas las otras, como es sabido, las musas callan ahí donde las armas comienzan a hablar. Y los dos versos que preceden la cita anterior, en el coro final de Fausto II, son un comentario adecuado a las tentativas impotentes de los asistentes de catástrofes y organizaciones humanitarias que intentan limitar el daño y reparar la porcelana destrozada: «Das Unzulängliche / hier wird’s Ereignis[21].» (Lo insuficiente / deviene aquí en acontecimiento). Entonces, tal vez, la literatura pueda contribuir y no sea totalmente obsoleta frente al horror.

En este propósito, no pienso tanto en la Campaña de Francia, obra de Goethe, con la exclamación patética del poeta convertido en corresponsal de guerra: «¡De aquí y ahora se inicia una nueva época de la historia del mundo, y vosotros podréis decir que habéis participado aquí!» Por más que el informe que Goethe hace de su participación en la campaña militar contra la Francia revolucionaria, agrada por estar exento de propaganda nacionalista, el poeta de Weimar expresó un pensamiento decisivo sobre la guerra y la paz en su Iphigenie auf Tauris (Ifigenia en Táuride), que tiene injustamente reputación de melodrama clásico, desligado de toda relación con la realidad.

«Sólo la felicidad de la mujer está encerrada en sus estrechos límites, ella agradece constantemente su bienestar a los otros, frecuentemente extraños y cuando su casa es destruida, un vencedor la conduce desde las ruinas humeantes, a través de la sangre de quienes ella ama y están muertos», así se lee en el monólogo inicial, donde Ifigenia, con argumentos feministas, según el punto de vista actual, pone en tela de juicio el principio masculino de la realidad. El escenario en el que se desarrolla el drama, la isla Táuride, dominada por el rey bárbaro Thoas, se sitúa –supuestamente según la tradición– en la Costa Dálmata o en el Krim. El texto de Goethe también se puede leer como un comentario de la guerra en Kosovo o Chechenia. No sólo los escitas desprecian la ley de hospitalidad y sacrifican extranjeros a sus dioses, los griegos también son bárbaros: desafiando sus discursos humanitarios, se libran a la piratería en costas lejanas, donde matan, violan y reducen a la esclavitud a sus habitantes. Lo mismo que en Chechenia o Kosovo, se confrontan dos principios excluyentes: la pretendida cultura superior y el referente ideal de humanidad de los griegos que pisotean los derechos de otros pueblos; y la barbarie de los escitas que efectúan sacrificios humanos y cuyo rey, como Winnetou, el cacique de los apaches, es un auténtico salvaje.

 

Thoas: No soy yo, es una antigua ley que ordena este sacrificio.

Ifigenia: Otra ley, más antigua aún, me ordena resistir.

Thoas: ¡Tú sabes que hablas con un bárbaro y aún así confías que él percibirá la voz de la verdad!

Ifigenia: La oye cada uno, en cada lugar bajo el cielo.

 

El drama de Goethe trata de un conflicto que es la base de todo proceso de civilización: el reemplazo del sacrificio humano y la venganza por la sangre –ojo por ojo, diente por diente– por el derecho codificado por los hombres. No es casualidad que Ifigenia -ella misma destinada a ser una víctima-, convenza al rey bárbaro que tiene rasgos de su padre, Agamenón, de renunciar a la violencia.

 

Ifigenia: ¡Oh! ¡Tiéndeme la mano en son de paz!

Thoas: ¡Tú exiges demasiado en tan corto tiempo!

Ifigenia: Para hacer el bien, no se necesita reflexionar.

Thoas: Demasiado, a ver si del bien no surge el mal.

Ifigenia: ¡No vaciles más! ¡Cede a tus sentimientos!

 

(Ifigenia en Táuride, versión en prosa de 1779)

 

El sonido melodioso del lenguaje de Goethe no proviene de una ruptura con la realidad discordante, sino de la perseverancia de sus contradicciones; el poeta conquistó la belleza y la verdad en su obra en una época que no era menos dura que la nuestra. Y sólo aquél que lanza una mirada a su propio presente puede medir el prodigio estético realizado por el arte clásico.

 

Laocoonte o sobre los límites del periodismo y la literatura (II)*

 

¿Qué es verdadera realidad? ¿Nuevos combates en los suburbios de Grozny entre rebeldes chechenos y unidades Spetsnats[22] del ejército ruso, el bombardeo del aeropuerto de Asmara, la capital de Eritrea por la Fuerza Aérea Etíope, el acoplamiento de un nuevo módulo de la estación espacial Zvezda en la Ionósfera, a 370 kilómetros sobre la tierra?, o lo que ocurre un día x cualquiera: El director de la Reserva Federal de Estados Unidos, Alan Greenspan, desmiente los rumores de una próxima alza de las tasas de interés del dólar; Bill Clinton le hace saber a la prensa, reunida en la rosaleda de la Casa Blanca, su preocupación por la participación del populista de derecha, Haider, en el gobierno austriaco; el equipo nacional alemán de fútbol sale trotando derrotado de la cancha, Pete Sampras tira su raqueta al aire y el piloto de la Fórmula 1, Michael Schumacher, riega a sus compañeros de equipo con una enorme botella de champaña. Las imágenes son intercambiables y corresponden a los noticieros, como el mapa meteorológico, que permanece igual, por más que altas y bajas presiones cambien constantemente de nombre y lugar. Pero el carácter iterativo de los procesos engaña: es cierto que un módulo se acopla en alguna parte y los cosmonautas maniobran con destornilladores en el espacio, mientras la tierra es bombardeada y ametrallada, pero en vez de ser el equipo nacional de fútbol quien deja la cancha, a veces es Pete Sampras quien sale de la cancha derrotado, o el Ferrari de Schumacher se hace trizas escupiendo fuego y humo.

¿Qué es la verdadera realidad y qué método de representación es el más adecuado? ¿La tragedia, cuyo final sangriento debe provocar en el espectador la esperada catarsis; la poesía lírica que compensa con el placer estético la miseria real existente; o la narración épica que reposa sobre la infinita variación de lo semejante? «Entre tanto la ciudad de Lisboa, en Portugal, fue destruida por un terremoto, la Guerra de los Siete Años pasó, el emperador Francisco I murió, La Orden de Los Jesuitas fue suprimida, Polonia fue dividida, la emperatriz María Teresa murió, América se liberó, (…) la Revolución Francesa y la larga guerra comenzó, Napoleón conquistó Prusia, los ingleses bombardearon Copenhague, los labradores sembraron y segaron. El molinero molió, los forjadores martillaron y los mineros excavaron en busca de filones de metal en su taller subterráneo.»

Este célebre texto de un escritor del área de habla alemánica [alemannisch][23], que no tuvo nada de provinciano, marcó la irrupción de la política en la literatura. Su origen coincide con la introducción de aquello que hoy calificamos como mass-media – el Schatzkästlein des Rheinischen Hausfreundes (Cofrecillo de joyas del amigo de la casarenano)[24] era asimismo una especie de diario que, bajo el título Vermischtes (Miscelánea), reunía sobre la misma página impresa enseñanza y pasatiempo, diversión y edificación. La descuidada yuxtaposición de faits divers (hechos diversos) sobre macro y microcosmos, historia y naturaleza, la patria y el vasto mundo, como aún era evidente para Johann Peter Hebel, no será ni con mucho lo mismo para Adalbert Stifter cincuenta años más tarde. De su universo poético, Stifter no sólo excluyó la política sino las catástrofes naturales, a causa de su semejanza con la Revolución de 1848, lo que las hizo sospechosas para el poeta idílico, cuya vida finalizó muy poco idílica con el suicidio.

«El soplo del aire, el murmullo del agua, el crecimiento del trigo, la ondulación del mar, el resplandor del cielo, el centelleo de las estrellas, esto considero grande. La tormenta que arrasa majestuosamente, el rayo que parte las casas en dos, la tempestad que impulsa el oleaje, la montaña que escupe fuego, el terremoto que sepulta comarcas enteras, son fenómenos que no me parecen más grandes que los evocados anteriormente, por el contrario, parecen más pequeños porque únicamente son consecuencias de leyes superiores, se producen en forma aislada y como resultado de causas unilaterales.»

El accionismo fanático que se expresa en el siguiente pasaje, frecuentemente citado, del Manifiesto del Futurismo, se sitúa en el lugar diametralmente opuesto a la meditación budista zen de Adalbert Stifter. Verlo como una glorificación púbera de la guerra que Marinetti sólo conocía de segunda mano es tomarlo demasiado a la ligera. En comparación con la Batalla material de Verdún, la Guerra colonial Etíope, a la que se refiere el manifiesto, fue una escaramuza anodina, pese a o más bien a causa de su exaltación, se trata de un texto fundacional del siglo XX que relaciona la concepción arcaica de la guerra como madre de todas las cosas, con la embriaguez de la velocidad y el pathos por la técnica moderna: «¿Para qué miramos hacia atrás, en el momento en que derribamos los portones misteriosos de lo imposible? Nosotros ya vivimos en lo absoluto, puesto que ya hemos creado la eterna velocidad omnipresente. Queremos glorificar la guerra -esta única higiene de mundo- el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, los bellos pensamientos que matan…»

Sobre mi escritorio hay un cartucho de 13,5 milímetros, no se trata del proyectil de una Kalachnicov, que se encuentra masivamente en todos los escenarios –¡qué palabra!- de las guerras civiles del mundo (la AK 47 ha matado a más personas que la bomba atómica y su galardonado inventor aún vive en un asilo de ancianos en Rusia), pues no es el cartucho de una Kalachnicov, sino de una ametralladora. La bala de plomo, inserta en el casquillo plateado en forma de cohete de escalones, aún está intacta y apta para matar. Esta afirmación es parcialmente cierta pues la punta del proyectil es cónica, no tiene forma de bala y no está hecha de plomo sino de acero recubierto con una aleación de cobre. Lo mismo que el emblema de Córcega, una cabeza adornada con una cinta que hace recordar a quien la mira sus últimas vacaciones en la isla, este cartucho me evoca el sitio donde la recogí. No sé bien si fue en el verano de 1995 en Mostar o en la Neretva donde musulmanes bosnios y croatas, del llamado ejército patrio, se ametrallaron unos a otros durante meses. No solamente las casas de la antigua ciudad musulmana, distinguidas por la insignia con azul y blanco como patrimonio cultural de la humanidad, sino también los postes de los faroles del antiguo paseo de la ribera estaban acribillados por los impactos – estampados sería una palabra más justa. ¿O fue en la Plaza Minutka, en el antiguo centro de la ciudad de Grozny, donde soldados del OMON[25], provenientes de la lejana Siberia, se inmortalizaron por medio de obscenos graffitis que dibujaron en el palacio destruido donde el Presidente Dudajev había gobernado Chechenia? Imágenes sacadas de un filme de Eisenstein: Lámparas colgantes tumbadas en el piso, cajas de municiones vacías, el esqueleto de un caballo; Gran Avenida Lenin, calle de la Paz, ornamentada con las ruinas calcinadas, cavidades sin ventanas, el agua goteando de los radiadores de calefacción, pasaje subterráneo minado, restos de carrocería de un tanque. Aquí, el convoy del comandante ruso de la ciudad, fue dinamitado en el aire y unos metros más allá el ejército ruso abatió «por equivocación» a una reportera americana. No recuerdo bien dónderecogí

este cartucho, pero cuando cierro los ojos, veo una flor que crece en todos los escenarios de guerra, azul como un aciano o tal vez una margarita ligeramente sombreada con tinta por un calígrafo del Lejano Oriente, sin embargo, se trata de un diseño que dejó sobre el asfalto la explosión de una granada al impactar el suelo y lanzar esquirlas en todas direcciones: No se trata de un profundo cráter ni de un embudo rajado por la cavidad de una bomba, es una composición abstracta dibujada por finas rayas, rasguños y escarificaciones minuciosas – como un minimalismo estético. Como la magdalena que Proust sumerge en su taza de té, la flor grabada en el asfalto despierta en mí, un mundo sepultado, aparentemente más real que la llamada cotidianeidad normal que me rodea. Esto no quiere decir que yo busque una infancia perdida, por más que haya crecido, al igual que la mayoría de los autores alemanes de mi generación, en ciudades destruidas por las bombas: Nací en 1944 – un crimen de guerra imprescriptible. Pero las heridas que el combate final de la toma de Berlín infligió en calles y casas y que hasta hoy no han cicatrizado, se ven diferentes a las flores de asfalto en los territorios en crisis y en guerra del tercer mundo. Que la guerra total, desatada por Hitler, haya cubierto zonas más extensas y haya sido más mortífera que las guerras civiles moleculares de los años ‘90, es un nimio consuelo para sus víctimas. Así como la referencia al genocidio perpetrado por los nazis sobre el pueblo judío, no hace inofensivos otros crímenes contra la humanidad.

Para mí no se trata de fascinación estética – por el contrario, las imágenes de la destrucción son monótonas y aburridas, «codificadas por un mutismo atroz», como escribía Franz Marc en sus Briefe aus dem Felde (Cartas desde el frente), por más que cada bomba deje un cráter diferente que la otra. El espanto inicial cede rápidamente lugar a la rutina, más terrible aún, porque muestra la rapidez con que uno se acostumbra a lo insoportable. Para mí tampoco se trata de un sentimiento de déjà-vu que vuelve a surgir cada vez que me aproximo a una zona de combate y saludo las huellas de la violencia como antiguas conocidas que no veía hace mucho tiempo: una cocina o un refrigerador en un pastizal, un sofá cuyos cojines y borlas son arrancados por el raudal de la corriente en un arroyo de la montaña – escenas de la guerra de los Balcanes a la que también corresponden los ladridos de los perros que después del desalojo de sus amos vuelven a reunirse en jaurías, o los caballos que pastan las uvas de una viña. De un auto en movimiento no se puede distinguir si se trata de ladrones o desalojados que intentan salvar sus bienes, ya que saqueadores y habitantes en fuga son difíciles de distinguir a simple vista, incluso en Liberia o Timor Oriental cuando portan tejas de chapa ondulada enrolladas sobre su cabeza. La realidad se transformó en algo funcional, la vista que nunca engaña ya no dice nada más sobre los sucesos concretos, pues la pregunta decisiva acerca de si alguien es víctima o victimario, Hutu o Tutsi, Timoriano o Indonés, es tabú en la mayoría de los territorios en guerra. Para los involucrados, todo está claro, la curiosidad del reportero es tan absurda como en un campo de concentración se le preguntara a un hombre con pijama de rayas si es un detenido o un guardia.

Zapatos de mujeres y niños, fotografías de familia y papeles de identidad en la vereda de las calles, exacerban el horror pues ningún fugitivo se separa voluntariamente de su pasaporte o cédula de identidad. Cuando uno se topa con estos vestigios, no se halla lejos de la fosa común, que se nota por la tierra fresca y recién excavada de la que emana un hedor dulce-amargo a putrefacción. Pero la desaparición de las huellas de los crímenes, la sepultura, el entierro provisorio de los muertos son excepciones. Generalmente éstos yacen sin sepultura porque la retirada precipitada no dejó tiempo o la exposición de los cadáveres cruelmente mutilados sirve para espantar al adversario e intimidar a la población civil, como es habitual en Haití, Liberia y Sierra Leona: tres Estados fundados por los esclavos liberados y donde el legado de la esclavitud produce aún sus efectos. «Pregúntele a aquel vendedor de carne humana, qué es la propiedad. Él dirá, mostrando el largo ataúd al que llama nave, dónde encajonó y hacinó a los hombres que llama vivos: he aquí mi propiedad; yo pagué tanto por cada uno.[26]» Yo vi esa nave en Monrovia a un costado del cementerio, donde el último presidente civil, Tolbert, fue enterrado vivo, después de haber sido descuartizado en su cama con su mujer y sus hijos; su sucesor, el suboficial Samuel Doe, fue él mismo víctima de la guerra civil, desatada por su soldadesca bajo un pretexto insignificante. Un lord de guerra llamado Prince Johnson lo torturó a muerte delante de las cámaras. El cassette de video que muestra la tortura del jefe golpista fue un bestseller en Monrovia. Lo que se parece a una nave varada de esclavos, es la prisión del Estado de Liberia: un bloque de concreto con estrechos tragaluces en lugar de ventanas, recalentado como una sauna por el sol del trópico. Del interior oscuro de la galera de presidiarios se escucha el rechinar de las cadenas y el canto rítmico de los presos que protestan porque los dejan morir de hambre y se pudren vivos. A mi pregunta acerca de dónde quedó el dinero donado por las organizaciones humanitarias para la alimentación de los presos, el director de la prisión me responde: «¡Liberia es un país libre, pero si usted sigue haciendo preguntas indecentes, lo voy a tomar preso!»

La guerra invierte el interior hacia el exterior: esta metáfora es literal en un cruce de Monrovia donde una cabeza cortada reemplaza al semáforo señalizando a los automovilistas: hasta aquí y no más allá. Al mirar de cerca reconozco que la cuerda tendida a través de la calle, bloqueando el acceso al puente, es el intestino de un asesinado cuyo cuerpo decapitado está sentado en una silla de oficina. La expresión naturaleza muerta es aquí doblemente propicia: el asesinado tiene en su vientre una cornucopia con frutas que parecen uvas manando del borde de una copa, como en las pinturas holandesas, el jugo fermentado atrae a las moscas irisadas. Gottfried Benn habría escrito aquí uno de sus poemas sobre la morgue, pero las fotografías de prensa son más discretas que el espantajo burgués expresionista: ellos capturan la escena y apartan la vista simultáneamente. Con frecuencia constaté esta paradoja de mirar y, al mismo tiempo, apartar la vista, de los horrores de la guerra. En la morgue de Nairobi, el corresponsal para África Oriental del New York Times sostenía su sombrero delante de la cara para no ver de tan cerca a las víctimas del atentado con bomba perpetrado contra la embajada norteamericana, para no tener que inhalar el hedor: impotente reacción de rechazo, basta un fragmento de segundos y la horrorosa imagen queda para siempre marcada a fuego rojo en la memoria – esto se llama quedar traumatizado. Después, el reportero se puso verde y vomitó, aunque había visto peores cosas en otras partes. Lo peor no eran las entrañas arrancadas por la presión de la explosión que el muerto sostenía como un paquete en su regazo, o la cabeza de la mujer reducida a una masa de puré: mucho más consternante era la coexistencia apacible del espanto y de la normalidad – los zapatos marrones del hombre y los pantalones Levi’s de la joven mujer que pocas horas antes, cuando aún tenía un rostro, había sido rubia y bella.

«El sufrimiento de esta sola criatura me roe el tuétano del hueso (…) y tú, ríes sarcástico y tranquilo sobre el destino de miles de otros», dice Fausto a Mefistófeles, antes de entrar al calabozo donde Margarita espera al verdugo.

Y Mefistófeles le responde:

«¿Por qué andas en nuestra compañía, si tú no puedes soportar las consecuencias? ¿Es que nosotros te hemos invocado o es lo contrario?

(…)

Fausto: ¡Sálvala! ¡…O, ay de ti!

Mefistófeles: ‘¡Sálvala!’ – ¿Quién era el que quería su perdición? ¿Yo o tú?

Fausto mira indómito en torno suyo

 

La sensación de déjà-vu que me invade ante escenas de este tipo, no se refiere a una experiencia precisa, que yo he suprimido de mi conciencia en vigilia, sino al olvido en general, no al olvido de alguna cosa, sino en cosa alguna, como se decía antes, cuando se usaba el verbo conmemorativo -al pensar en o recordar a– aún con el genitivo objeto:

I forgot to remember to forget. No se trata de una pena de amor como en la canción de Elvis Presley, que uno preferiría olvidar antes que conservar en la memoria. Se trata de algo fundamental: una dimensión de la existencia que es tan seria y vasta, que hace difícil sino imposible continuar viviendo, porque a partir de esta perspectiva todo lo que otros consideran normal, aparece como ilusión sin consistencia: «FUI QUOD ESTIS, ERITIS QUOD SUM[27]», se lee sobre el portal a la entrada del camposanto San Juan en Nuremberg, donde Albrecht Dürer fue sepultado. «Todo es vanidad», dice el Eclesiastés, un conocimiento que se sobreentendía en sociedades premodernas y que se perdió más tarde, por más que en la Fenomenología de Hegel, la vida del espíritu sea definida como «conservante y conteniente de la muerte en sí.» Pero no soy el promotor de una metafísica barata, una mixtura popular de existencialismo sartreano y ontología heideggeriana. Se trata de una experiencia empírica que debí hacer en los territorios en crisis o en guerra, porque en casa, el entorno habitual deforma la mirada: el desorden es más fuerte que el orden, que asimismo es una especie de desorden – entropía es otra palabra para aquello. Del conocimiento, que en los sistemas inestables el caos forma la única constante, no está lejos de la idea de que bajo tales circunstancias, «el mayor accidente posible» o el «worst case scenario» no es la excepción sino la regla. De este punto de vista, la idea de la «paz eterna» es una utopía totalitaria que sólo una dictadura mundial podría imponer, como Kant la demostró – y «el hombre nuevo» que fue proclamado con bravuconería por fascistas y comunistas, se parece más a Frankenstein que al Apolón de Belvédère. Pero también el ideal modesto de «la educación a la paz» ha tenido su naufragio como muestra el retorno de la guerra en la agenda política internacional después de la inflexión y transición histórica de 1989.

Hay heridas que son peores que la muerte. Al hombre joven, por ejemplo, en el campo de refugiados Kibeho le han volado la mandíbula inferior con un golpe de machete – no hace semanas, meses, años, sino pocos minutos antes de tenerlo frente a frente. Kibeho está situado al sur de Ruanda y el 22 de abril de 1995 se celebra el primer aniversario del genocidio que costó la vida a más de un millón de Tutsis y Hutus moderados que renunciaron a hacer causa común con los sangrientos asesinos. Ese día el ejército Tutsi de Ruanda, que desterró a la milicia Hutu fuera del país, se vengó por el genocidio: no contra los uniformados asesinos de sus parientes, sino con los refugiados civiles desarmados, hombres, mujeres y niños que después de días hacinados en un lugar del porte de una cancha de fútbol, sometidos a disparos continuos, desconectados de cualquier tipo de suministros y expuestos a un sol ardiente y a una lluvia glacial. En ese momento, no me pude percatar que se trataba de un acto de venganza planificado, la comprensión llega siempre demasiado tarde, post festum, cuando lo acontecido no puede revertirse: «lo indescriptible, está aquí realizado[28].» El hombre joven ignora quién y por qué voló su mandíbula inferior; si fue un soldado Tutsi o un miembro de la milicia extremista Hutu que aterrorizan a los refugiados en el campamento; él no lo sabe y si lo supiera, después de este corte que transformó su cara en una fuente que en lugar de agua surte sangre, no le interesaría más. El herido emite un ruido gargarizante mientras un colaborador de Médicos sin Fronteras (MSF) desinfecta los bordes de la herida con micromina, un remedio casero que se utilizaba contra llagas y rasguños en mi periodo escolar francés a fines de los años ‘50. «Lo insuficiente, deviene aquí en acontecimiento[29].» Ni en una clínica de urgencia equipada con la tecnología moderna, tendría este joven una mínima oportunidad de sobrevivir –pero ¿y en esta enfermería provisoria, rodeada de muertos y agonizantes, huérfanos que perdieron aquella mañana a sus padres, y médicos al borde de una crisis nerviosa? En su lugar yo le pediría al soldado ucraniano de casco azul, apostado en la entrada de la enfermería, que me diera un disparo, pero las tropas de la ONU no tienen armas y los combatientes del ejército Tutsi no complacerían su deseo– con la misma argumentación en la obra de Büchner, el Collot d’Herbois niega la petición a una aristócrata condenada a ser ejecutada con prontitud: «Ciudadana, no hace tanto tiempo que deseabas la muerte.»

Intento apartar la mirada, pongo mi brazo en el hombro de la auxiliar de desarrollo argelina que al ver al herido vomita y casi se asfixia, pese que minutos antes había expresado su comprensión por la intervención masiva del ejército ruandés. Mi gesto de consuelo no está exento de atracción erótica: ¿la violencia como afrodisíaco? Más bien se trata de una tentativa de soportar lo insoportable, ya que mi deseo sexual pareciera ser la única cosa normal en este día. Poco antes había presenciado morir a una joven mujer con una herida abierta en el cuello -presumiblemente por un golpe de machete- ingresada en la atención de urgencia, apartada del resto del campamento: Su respiración intermitente se detuvo después que una asistente de Médicos sin Fronteras le fijara el suero en el pliegue del codo. La muerta fue envuelta en una frazada y levantada por encima del alambrado. Soldados Tutsi la lanzaron junto a los muertos del día en un camión que aguardaba con el motor encendido. De pronto la asistente quiere ver mi credencial de prensa: mi ingenua pregunta, quién dispara a quién, la hace desconfiar, ‘por más que’ o ‘porque’ ni ella misma puede responder a esa pregunta. La palabra masacre me viene a la mente y aunque intento percibir el horror sólo de reojo, para no dejar que las horribles imágenes de este día se impregnen en mi conciencia, éstas reaparecen semanas y meses después en mis pesadillas. Apenas cierro los ojos, escucho su respiración jadeante y agónica, veo su pecho desnudo, que se empina y desciende por última vez. ¿Violencia como afrodisíaco?

La relación entre sexualidad y violencia era casi palpable durante las luchas callejeras -matanzas sería más apropiado- en abril de 1996 en Monrovia. Cada mañana un jeep robado, con el emblema de la OMS (Organización Mundial de la Salud), atravesaba la frontera que cruzaba la ciudad distribuyendo drogas estimulantes y videos de violencia y pornografía a los combatientes del FNPL (Frente Nacional Patriótico de Liberia), jóvenes armados que se denominaban a sí mismos freedom fighters, traducido en dialecto liberiano por freedom killers. De esta manera los niños soldados del FNPL de Charles Taylor se adiestraron a matar como perros de riña. Tal vez eso explica por qué le tenían un máximo de respeto a los camarógrafos mientras abrían fuego contra los reporteros que no traían cámaras consigo. Este fenómeno no sólo se observaba en África: los skinheads de extrema derecha que, en los alrededores de Berlín «golpeaban a fidschis» -así se le llama a la cacería de vietnamitas en la jerga neonazi-, posaban complacientes ante fotógrafos japoneses – no porque la Alemania de Hitler haya estado aliada con Japón durante la Segunda Guerra Mundial, sino por el respeto a su imperturbable profesionalismo. «I like Neo-natshi», me decía Sato, un reportero japonés que se hizo famoso en su país por sus fotos a neonazis, «German Neo-natshi very good story.» Sato caracterizaba de la siguiente manera la lucha por el poder en Haití, finalizada por una intervención militar internacional en otoño de 1994: «¡President number one fight president number two – bang, bang, bang!» Eso explica que sus documentales sobre el horror de la guerra en la antigua Yugoslavia se hayan vendido clandestinamente en videoclub japoneses como pornografía – no por interés político en el conflicto de los Balcanes o por empatía con las víctimas, por el contrario, los espectadores se excitaban mirando las escenas de crueldad.

Más evidente aún se hace la relación entre sexo y violencia a partir de la siguiente historia lamentablemente verdadera que me contó un sobreviviente del genocidio perpetrado por los Khmer Rojos en Camboya. Sok Sinn, que actualmente trabaja para periodistas extranjeros como chofer y traductor, tenía 11 ó 12 años cuando en abril de 1975 el ejército de partisanos de Pol Pot entró victoriosamente en Phnom Penh. Aunque no pertenecía a la clase de los privilegiados -su padre cayó en la guerra y su madre alimentaba a los hijos con la venta de helados-, fue arrancado de su familia y enviado desde la ciudad al campo, donde se convirtió en miembro de una chalat, o brigada de jóvenes. De la mañana a la noche debían cavar fosas, levantar diques y trabajar en arrozales inundados. La alimentación consistía en un ligero puré de arroz -el robo de un mango o un trozo de caña de azúcar era castigado con la pena de muerte-, después del trabajo había asambleas políticas donde los adolescentes ejercían su autocrítica, condenaban al imperialismo y agradecían a Angkar, el partido omnipotente, por sus beneficios. Por la noche los soldados dispuestos para la guardia se emborrachaban y recorrían la fila de los dormidos buscando mujeres jóvenes que violar. Los que se quedaban con las manos vacías, buscaban de manera arbitraria una víctima y la golpeaban con pico y pala hasta matarla – las balas eran demasiado preciadas para usarlas contra los enemigos de los Khmer Rojos. Cuando le pregunté por qué lo hacían, Sok Sinn que agradecía el hecho de haber tenido un ataque de diarrea en el momento de su condena, me miró sorprendido: «ellos siempre encontraban un motivo para matarte, así me dijo, pero te mataban también sin motivo.»

Esa frase ya la había escuchado hace diez años, después de la masacre del día de las elecciones, el 29 de noviembre de 1987, cuando en el centro de Port-au-Prince, el ejército abrió fuego contra jóvenes desarmados que se hallaban en fila en el patio de una escuela esperando para hacer uso de su derecho a voto. Eran las primeras elecciones libres después de la dictadura de Duvalier; ya en la víspera hubo atentados de incendio, amenazas de muerte, y se temía irregularidades en el escrutinio o una manipulación de su resultado. Pero lo que entonces ocurrió, no lo hubiese imaginado ningún observador internacional llegado a Haití: de la plataforma de un camión militar, el ejército disparó a la población civil y asesinó a varias docenas, en la mayoría jóvenes votantes. Media hora más tarde, mientras permanecía estupefacto en el patio de la escuela sembrado de cédulas electorales ensangrentadas, regresaron los soldados y masacraron con cuchillos y machetes a heridos y muertos, algunos de los cuales aún parecían jadear como en sueño. Ante las cámaras que graban, cargaron los cadáveres en el camión y partieron con rumbo desconocido dejando una estela de sangre tras ellos.

Dos días más tarde se efectuó una conferencia de prensa en el palacio presidencial de Port-au-Prince. «El ejército de Haití es una institución soberana», dijo el jefe de la Junta Militar de Gobierno, General Namphy, contestando a una periodista judía de Nueva York, «y puede siempre matar cuando y a quien quiera. Mientras se trate de ciudadanos haitianos, no necesitamos rendir cuentas al extranjero.» Su representante, Prosper Avril, antiguo jefe de la guardia de palacio bajo Baby Doc, con gafas de sol siempre puestas, le susurró algo al oído. Namphy tragó saliva y se corrigió: «Lo que acabo de declarar no quiere decir que todo lo que hagan nuestros soldados proviene de una orden de arriba. Ni siquiera nosotros sabemos si fueron miembros del ejército los que participaron en el incidente de la ruelle Vaillant. En caso que así fuera, se trataba de servicios subordinados que actuaron por propia iniciativa. Por supuesto que los responsables serán sancionados. Pero debemos esperar el resultado de la investigación.»

Desde la perspectiva de Namphy, estos dichos no parecían ser contradictorios. Pero su forma de pensar era tan primitiva que se escapaba de la comprensión de los corresponsales de prensa: según la lógica del general, el pueblo era ingrato. El ejército había liberado a Haití de la esclavitud – 1791, 1804 y ahora de nuevo. El ejército se había sacrificado por el pueblo. En vez de agradecer a los militares, la gente se manifestaba en las calles y escribía en muros y paredes de las casas: «À BAS L’ARMÉE». Y en vez de confiar en la dirección del ejército, seguían a los cazadores de ratas venidos del extranjero e iban a votar. Los soldados habían sancionado al pueblo por esta insubordinación. Todo esto era evidente, pero sobrepasaba el entendimiento limitado de una periodista de Nueva York que prefería difundir mentiras y calumnias sobre el ejército de Haití.

Hay heridas que son peores que la muerte. Por ejemplo, el muchacho de once años, –llamémoslo Hassan– que me fue presentado en el centro de prensa de Argel por la organización Madres por la Paz – tal vez se llamaba Madres contra la Guerra. La palabra «centro de prensa» es bastante inadecuada: se trata de la imprenta de los periódicos controlados por el Estado, El Watan y El Moudjahid –bajo el régimen militar de Argel no existe prensa independiente– que, después de atentados con bombas, perpetrados por fundamentalistas islámicos, se halla rigurosamente vigilado, y cuyo ingreso requiere autorización especial. En un primer momento pareciera estar ante una niña, ya que el muchacho porta un paño sobre su rostro, pero no es un velo, como prescriben los islamistas a sus mujeres, sino una capucha a la que su madre le recortó agujeros para los ojos. Hassan viene de un pueblo al pie del Atlas. Como casi todos los habitantes de la montaña pertenece a los beréberes kabiles que, desde los tiempos de Heródoto habitan el África del Norte. Habiendo resistido a árabes y franceses a lo largo de los siglos, su madre y su tía llevaron al muchacho bajo peligro de muerte a Argel para que recibiera ayuda médica. – El ejército había interceptado caminos con barricadas y los terroristas islamistas dispararon a buses y camiones. Hace dos meses una mañana él fue a buscar agua y no volvió más. En la penumbra del alba, un francotirador lo confundió con un soldado y le disparó, tal vez lo hizo como represalia debido a que los habitantes del pueblo no dieron a los combatientes islamistas los alimentos prometidos. La bala penetró en la nuca, al lado de la oreja, y salió por la raíz de la nariz. Aunque no hirió ningún órgano vital, el nervio óptico fue lesionado y Hassan quedó ciego de un ojo. En lugar de nariz tiene una herida abierta cuyo aspecto es tan horrible que durante el día la cubre con un paño. Los niños del pueblo se niegan a jugar con él y sus propios hermanos no soportan su presencia. Hassan respira por la boca, pero la inflamación se trasladó de la nariz a la cavidad bucal y le es difícil tragar. Su ojo sano también está supurado y su visión disminuye rápidamente. La tía de Hassan pregunta en un francés con acento lugareño si deseamos hacer fotos y la reportera de televisión que me acompaña asiente, da una señal a su camarógrafo y la madre levanta el paño. En el rostro de Hassan hay un agujero, al verlo tengo que cerrar los ojos. Mientras la madre seca el pus de la herida, la reportera comenta que en Bruselas hay una clínica especializada en cirugía plástica donde podrían rehacer la nariz a Hassan. Ella quiere hacer una colecta a través de los telespectadores belgas para financiar la operación. Requisito indispensable sería que las formalidades de salida e ingreso del territorio fuesen sin trámite burocrático – deseo irrealizable ante la rigidez del régimen militar argelino. En vez de hablar por encima del muchacho, quiero saber por él qué quiere ser cuando grande. La tía traduce mi pregunta al kabil. «Médico», dice Hassan, y no queda claro si solloza o traga sangre por su herida. Quiere ser médico para ahorrarle a otros niños lo que él debe sufrir.

«La existencia de lo terrible en cada partícula del aire», escribe Rilke en su novela Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, publicada en 1910, donde articula experiencias limítrofes semejantes: «Pues todo lo que en tormentos y torturas se haya dado en lugares del suplicio, en cámaras de la Inquisición, en manicomios, en salas de operación, bajo los arcos de los puentes, al final del otoño; todo esto es de una tenaz intemporalidad. Todo esto subsiste y depende, celoso de todo ser, de su espantosa realidad.»

 

MARAT

Se dirige a Sade por encima de la plataforma, ahora desierta

 

Yo te leí una vez Sade

en uno de tus escritos inmortales

que el principio de toda vida estaría en la muerte

SADE

Y esa muerte sólo existe en la imaginación;

sólo nosotros somos los que tenemos esa idea.

La Naturaleza no la conoce.

Hasta la más cruel de todas las muertes

se abisma en la indiferencia absoluta de la Naturaleza.

Sólo nosotros otorgamos a nuestra vida cierta importancia

La naturaleza podría asistir sin inmutarse

al exterminio de la raza humana

(…)

MARAT

Al silencio de la Naturaleza

opongo yo mi acción.

En la indiferencia universal

hago surgir un sentido.

En vez de ser un testigo apático

yo intervengo

y nombro ciertas cosas como falsas

y trabajo por cambiarlas y corregirlas (…)[30].

 

El drama de Peter Weiss, de donde se extrajo este diálogo, fue un caso fortuito para el teatro de lengua alemana. Si bien la obra prescinde de toda acción dramática y se asemeja más bien a un coitus interruptus: Marat en la bañera y Sade enfermo en un manicomio declamando su texto histórico universal. La dirección de la puesta en escena siempre vuelve a retener el brazo que Charlotte Corday mantiene levantado para asestar el golpe mortal, pues aún no se ha dicho todo. A diferencia de las piezas unidimensionales que Peter Weiss escribió después de su conversión al marxismo, no sólo transpuso aquí el espíritu revolucionario de los años ‘60, sino también sus obsesiones personales y políticas, llegando a la fascinación erótica de la violencia que se extiende como subtexto por toda su obra. Ya en la puesta en escena de Hans Anselm Perten, en la RDA, Sade fue presentado como un décadent aristocrático, Marat personifica el progreso al que se le otorga razón de modo parcial. Peter Weiss no tuvo objeción alguna, pues aquello correspondía a la posición ideológica que en el intertanto había adoptado. Como es frecuente en la literatura, el texto es más complejo e inteligente que el pensamiento no dialéctico del autor: ambos adversarios del drama tienen razón y se equivocan a la vez, la verdad no está simplemente al medio, entre Marat y el Marqués de Sade. Hoy se podría pensar que esta posición no solamente es la más radical sino que la más esclarecida en cuanto reduce la historia a una cadena de actos atroces, cuyo único «sentido» es generar placer a sus autores. Sade pone al descubierto la crueldad fundamental en la que se basa toda comunidad humana –lo que se llama el monopolio de la violencia-, inmunizándose al mismo tiempo que a sus lectores contra la realización de su crueldad. En sus fantasías sexuales, Sade pone en escena sus orgías sangrientas, pero retrocede con horror ante la realidad política de dichas prácticas; se espanta ante el terror jacobino y, convertido en miembro de un tribunal revolucionario, intercede por el indulto del condenado a muerte:

SADE

Marat,

allá en la ciudadela

durante trece años

aprendí

que este mundo

es el mundo de los cuerpos

y que cada uno está lleno de una fuerza terrible

y todos solitarios y torturados por la angustia.

(…)

Bajo los trece cerrojos de aquella reclusión,

los pies cargados de cadenas,

yo sólo soñaba con esas cavidades del cuerpo

que están ahí para engancharse y en ellas devorarse.

(…)

Marat,

estas cárceles del cuerpo interior son aún peores

que las más profundas prisiones de piedra

y mientras no se abran

toda nuestra rebelión se quedará tan sólo

en un motín de presos aplastado

por compañeros de celda sobornados (…)[31].

 

La verdad que Sade convoca por su nombre es más perturbadora que cualquier teoría de conspiración ideológica. Para él, las reglas de conflictos militares o políticos sólo son pretextos para el desencadenamiento de un potencial de agresión y destrucción que duerme bajo la cubierta de la civilización y del cual ésta se sirve (y lo hace manifiesto) en cada ocasión apropiada – un diagnóstico confirmado por el análisis del totalitarismo moderno: «el asesinato no es una consecuencia de segundo orden, sino el verdadero programa del totalitarismo. El retorno a la muerte significa un retorno a la médula de nuestra existencia, una piedad arcaica y terrible: lo brutal como escapatoria a lo banal», escribió Alexander Schuller en la revista Merkur, en un estudio comparado de asesinatos masivos perpetrados por el estalinismo y el holocausto nazi, documentados en El libro negro del comunismo. Ya en los años ‘30 Elías Canetti llegó a las mismas conclusiones, cuando describía a Adolfo Hitler como el único político de la República de Weimar que le prometió fidelidad a los caídos de la Primera Guerra Mundial – programa que sólo pudo ser realizado en cuanto Hitler incrementó la masa de los muertos iniciando una nueva guerra. Lo fascinante en el gran ensayo de Canetti sobre Masa y poder, en el que se pueden seguir estas reflexiones, es que razona sin hacer referencia al marxismo ni al psicoanálisis, ya que no necesita rendir honores a la lucha de clases marxista ni al instinto de muerte freudiano.

A finales de los años ‘70 asistí en un suburbio de Río de Janeiro a una ceremonia de Umbanda. La Umbanda que se practica masivamente en Brasil es una religión que mezcla elementos de culto Voodoo originarios de África Occidental -llamado Macumba en Río de Janeiro- y la doctrina espiritista de Alain Cardec. La tumba del espiritista belga en el cementerio parisino Père Lachaise está siempre adornada con velas y flores, y los seguidores del ocultismo vienen del mundo entero a encontrarse aquí. Alain Cardec era un contemporáneo de Karl Marx y cuando entré al templo, situado en la calle más animada de Niteroi, pensé que me había equivocado de dirección y que estaba en un local del Partido Comunista. Los retratos monumentales de un hombre con barba rizada, un cruce entre Marx y Engels, flameaban como banderas en el viento tibio que entraba a través de las ventanas abiertas, un gentío extático que cantaba y bailaba me empujó hacia el altar, donde una sacerdotisa vestida de blanco murmuraba letanías rítmicas y me bendecía con una rama de palmera. Después de esto me sentí milagrosamente renovado, refrescado y tuve una fuerte repulsión contra la nicotina y el alcohol. La magia había hecho su efecto, pues según el consejo de un amigo brasileño, yo había viajado a Niteroi para quitarme la costumbre de fumar. Después de la ceremonia fui llevado a un cuarto trasero y se me presentó a la sacerdotisa de Umbanda, olvidé su nombre; lo único que recuerdo es que tenía los cabellos teñidos de rubio y ojos azules, pese a su color de piel oscuro.

La conversación desembocó, ignoro el motivo, sobre la Alemania nazi. La sacerdotisa quería saber si estaba yo en conocimiento de que el partido nazi NSDAP era una secta oculta, mejor dicho, de un culto de la muerte. La cruz gamada era una rueda del sol invertida, es decir, un símbolo de vida puesto al revés, y los uniformes negros de la SS con la calavera en la gorra hacían evidente alusión a la meta secreta del movimiento; incrementar la masa de los muertos. A eso se debían la guerra total, los campos de concentración, el Holocausto y la última orden de Hitler antes de suicidarse: destruir Alemania. Me fue difícil resistirme a la lógica de su argumentación pues lo que parecía a primera vista una charlatanería supersticiosa, al examinarlo más de cerca coincidía con los descubrimientos de psicoanalistas como Erich Fromm cuyos libros, la sacerdotisa de Umbanda seguramente no había leído.

El carácter pseudo-religioso de la ideología nacional-socialista (nazi) se ha confirmado frecuentemente. De igual forma, la contradicción entre su irracionalismo arcaico y los medios modernos que Hitler y Goebbels utilizaron para la difusión de su propaganda. Pero en el centro de la ceremonia de este culto de la muerte, no estaban las mascaradas medievales y místicas que Himmler puso en escena en el castillo de caballeros de la SS, sino aquellos actos que se desenvolvieron en su centro secreto, el lugar de los asesinatos del campo de concentración:

«Delante de ellos se elevaba un bello edificio de madera ornamentada al estilo de un antiguo templo, cinco anchas gradas de hormigón conducían a unas puertas bajas, pero muy anchas, macizas y bien trabajadas. Delante de la entrada habían flores en maceteros, sin embargo, alrededor reinaba el caos – de todas partes se veían montañas de tierra excavada. (…) Las anchas puertas de la casa de la muerte se abrían lentamente y dos ayudantes de Schmitt, el jefe de la empresa, aparecieron en la entrada. Simultáneamente los SS soltaron los perros amaestrados que se lanzaron hacia la multitud, encarnizando sus dientes sobre los cuerpos desnudos de los prisioneros condenados a muerte. Bajo gritos salvajes los SS golpeaban con la culata de sus rifles a las mujeres, afectadas por lo que parecían contracciones convulsivas, haciéndolas avanzar. En el interior del edificio estaban los subalternos de Schmitt ejecutando la obra, empujaban a la gente por las puertas abiertas de las cámaras de gas. (…) Esto se repetía dos, tres, cuatro y hasta cinco veces por día. Treblinka no era un lugar de ejecución cualquiera, se trataba de una empresa de asesinatos a destajo.»

He citado este texto de manera extensa porque surgió bajo la impresión inmediata del acontecimiento. Su autor Vasily Grossman, oficial del Ejército Rojo, visitó el campo de Treblinka poco después de su liberación en septiembre de 1944. Su informe El Infierno de Treblinka apareció en 1947 en Moscú, en una editorial de literatura para lenguas extranjeras. La administración militar soviética lo difundió en grandes tirajes en la tardía RDA, antes de que el autor cayera en desgracia por Stalin. Vasily Grossman murió en 1964; su novela de guerra Leben und Schicksal (Vida y destino) estuvo veinte años bajo llave y fue publicado en Occidente póstumamente. La pretensión de lo políticamente correcto que hoy gravita sobre cualquier discurso acerca del Holocausto, haciendo que cada escritura sobre este tema se convierta en una fatigosa danza de huevos, no existía aún en aquella época – a pesar o a causa de la censura omnipresente del estalinismo. Más tarde apareció en primer plano la pregunta de Theodor W. Adorno sobre la manera correcta de superar el pasado, cuestión que la querella de los historiadores alemanes condujo a consecuencias absurdas: absurdo pues por el miedo de relativizar o tomar a la ligera el exterminio de los judíos, éste no debe compararse con ningún otro genocidio. Si el Holocaustono tuviera que ser comparable con nada, caería incomprendido fuera de la Historia – siendo lo contrario de lo que Adorno entendía por elaboración crítica del pasado. En comparación, el texto de Vasily Grossmann, dictado por los propios acontecimientos, formula ambos caracteres de este problema: el horror elemental ante una realidad que sobrepasa la facultad del entendimiento humano y asimismo las conclusiones elementales que el reportero resume:

«Con los sobrevivientes del ghetto de Varsovia, los SS practicaban un juego atroz. Las madres trastornadas por el pavor debían llevar a sus hijos a las parrillas ardientes, sobre las que miles de cuerpos muertos se retorcían en las llamas y el humo, y los cadáveres se crispaban como si revivieran. (…) Imágenes que Dante jamás pudo ver para su Infierno. Es infinitamente difícil leer aquellos textos. Ojalá el lector pueda creer que no es menos difícil escribirlo. Referir una verdad terrible es el deber de un escritor, así como el deber cívico del lector es conocerla. Todo aquel que se desvía, cerrando los ojos al pasarla por alto, hiere la memoria de los asesinados.»

La mirada precisa de Grossmann y la promulgación moral que se deduce de ella coinciden casi literalmente con las reflexiones de un autor que se sitúa al otro extremo del espectro ideológico y del cual uno no esperaría dichas ideas. El ensayo de Ernst Jünger, Der Friede[32](La Paz) fue escrito 1945, en la misma época que el relato sobre Treblinka de Vasily Grossmann, después del atentado fallido contra Hitler y el desembarco de los aliados en Normandía. De paso Jünger rebate la hasta hoy difundida leyenda que la Wehrmacht se había comportado de manera «correcta» y que la mayoría de los alemanes no sabían de nada: «Sólo sombras de rumores anunciaban las horrorosas fiestas en las que esbirros y verdugos se saciaban del miedo, del envilecimiento y de la sangre de sus víctimas. Esto quedará como una lacra a lo largo de nuestros siglos, no se podrá respetar a quien haya carecido de corazón y ojos para ver lo que allí pasó. Esto vale particularmente por la juventud guerrera (…). Lo oculto, la lejanía de la claridad, las masacres en sótanos y en lugares de la desgracia y el soterramiento de las víctimas, delataron claramente que no se trataba de la ejecución de veredictos justos y que se actuó desde un genuino perjurio en ultrajantes asesinatos (…). Estos antros de la muerte perdurarán a través de los tiempos en la memoria de los hombres; éstos son los verdaderos monumentos conmemorativos de la guerra, como anteriormente Douaumont y Langemarck.»

Si bien la mujer de Río fue algo visionaria, no se trataba de una clarividente, pues el sortilegio del voodoo me sanó sólo provisoriamente: el deseo de la nicotina fue más fuerte que el culto de la Umbanda. Quince años más tarde –entretanto perdí el hábito de fumar– adopté otra adicción que aún hoy me da que hacer. La fascinación negativa de la violencia tiene el efecto de una enfermedad contagiosa que no sólo afecta a víctimas y victimarios, sino también a asistentes humanitarios y periodistas observadores de una guerra. Como con todas las drogas, su efecto disminuye con el tiempo –embotamiento y embrutecimiento, se podría decir–  y entonces se debe aumentar la dosis. Todo comenzó con lo que expertos, médicos y psicólogos, denominan «síndrome postraumático» – igualmente se podría llamar fenómeno de supresión. A mi regreso me sentía abatido, irritable y nervioso. Sufría de insomnio y pesadillas, noche tras noche se repetía lo que había visto y vivido. Mientras más terribles fueron mis experiencias, más torturantes eran las pesadillas. A preguntas bien intencionadas yo reaccionaba agresivo o las eludía – No tenía ganas de explicar a personas que nada comprendían o que no querían saber verdaderamente lo que significa presenciar la apertura de una fosa común. Explicar es la palabra equivocada, pues se trataba de experiencias que no se dejaban resumir en una o dos frases. De otra manera hubiese tenido que contar la historia, sin darme cuenta, habría sobrepasado la paciencia de mis auditores, para contar siempre falta tiempo. Los debates públicos en la República Federal sobre la prolongación de la hora de apertura de los almacenes, la legalización de las parejas homosexuales, el pro o contra de la reforma de la ortografía, no sólo me parecían una banalidad, sino frivolidades ante los niños hambrientos en Sudán y los cadáveres descompuestos en las calles de Monrovia. Mi contacto social estaba perturbado, incapaz de conversar de lo que había vivido, peor aún, incapaz de escuchar a los otros, me aislé de mis amigos y conocidos. Cada vez que se golpeaba una puerta o un motor tenía un encendido defectuoso, me cobijaba y recogía mi cabeza con temor. En una mesa redonda me sorprendí imaginando un atentado con bomba, junto a los cuerpos destrozados de los asistentes del foro. Las ciudades destruidas me parecían normales, por el contrario, percibía los edificios intactos como escenografías de teatro. La presión se aligeraba cuando descendía del avión en una zona de guerra y podía ver delante de mí restos de carrocerías de autos, tanques, cráteres de bombas o las fachadas perforadas por los impactos.

Eso era la verdadera realidad, el resto era una ilusión sin consistencia, de repente, tenía la sensación de haber llegado a casa.

Los síntomas de esta perturbación son conocidos. Fueron registrados y analizados por primera vez cuando miles de soldados americanos que habían visto y vivido cosas mucho peores que yo regresaron de Vietnam marcados por un stress postraumático que hizo difícil y muchas veces imposible su reinserción en la vida civil. A diferencia de esos reclutas yo había partido voluntariamente al frente. Alexander Schuller da indicaciones que permiten comprender este comportamiento que limita en el masoquismo, en un ensayo publicado por el Merkur: Von der Habgier zur Gefühlsgier (De la avaricia a la concupiscencia): «La adicción reconcilia los contrarios aparentes, crea orden y éxtasis a la vez. Desencadena al adicto de todas las obligaciones sociales y, al mismo tiempo, lo somete a una dependencia sin tregua ni cuartel. En ninguna parte –excepto en el totalitarismo-  la desinhibición y el terror están ligados tan estrechamente.»

Dos caminos permiten la cura de la adicción: la lenta pérdida del hábito o la privación brutal. Para mí, no venían al caso. Es posible comparar la destrucción en un segundo de una casa, cuya reconstrucción tarda meses y años, con alguien que al mirar el rostro de la medusa, no puede continuar viviendo como antes ni olvidar lo que vio. Tampoco podía esperar ayuda de los psicólogos que reaniman a policías y a bomberos, traumatizados por sus intervenciones en las catástrofes, alentándolos a relatar lo vivido. Mi medio de sanación era la literatura. Con esto no me refiero a los bestseller de temporada o a los últimos libros de culto de la nueva generación, sino a la literatura mundial: Kleist, Goethe, Stendhal, Tolstoi – para citar algunos nombres. En sus obras no encontré respuestas a las preguntas que me conmovían y perturbaban, pero estaban planteadas de tal manera que me abrían un camino posible a la reflexión. La violencia mortífera, en la que se basa toda comunidad social, dejaba de ser tabú y, en un suspiro se transformaba estéticamente en un lenguaje que siendo terrible y bello a la vez, no se dejaba reducir a conceptos abstractos. Un ejemplo de la capacidad de la literatura de traspasar su dependencia histórica y obrar como si el texto, aquí y ahora, estuviera especialmente hecho para ti, es la parábola de Lu Xun (Lu Hsin), a quien denominan el Gorki chino. Lu Xun escribió su libro bajo pseudónimo y, como Gorki, cuyo nombre significa amargo, no pudo suprimir sus dudas y su melancolía, convirtiéndolas en literatura fecunda – al contrario del optimismo falaz de la doctrina oficial del partido, del que fueron víctimas los amigos y discípulos de Lu Xun después de su muerte.

Lu Xun murió en 1936 en Shangai mucho antes de la victoria del Ejército Rojo y la fundación de la República Popular. El siguiente poema en prosa se extrajo de una colección de textos Wilde Gräser (Mala hierba) que fue prohibido durante la Revolución Cultural, por su tónica fundamentalmente pesimista, dando reglas y ejemplos de aquello que intenté exponer en las páginas precedentes. Se trata de matarifes y voyeuristas de sexo y violencia, de asesinos y espectadores. Debido a la falta de espacio cito el texto abreviado:

«La piel de un ser humano tiene, probablemente apenas medio milímetro de espesor; por debajo circula una red muy densa de vasos sanguíneos –más densa que el hormigueo de los gusanos de seda cuando trepan unos sobre otros para remontar el muro-  de sangre radiante de calor (…). Pero con la sola puñalada de un chuchillo puntiagudo, a través de la delgada piel color de durazno, la sangre caliente y roja brota como una flecha, esparciendo inmediatamente el calor sobre el ejecutor. Es así como ambos están cara a cara con los cuerpos desnudos en el desierto abandonado, blandiendo cuchillos cortantes. Ellos se abrazarán el uno al otro; ellos se degollarán el uno al otro.

De todos lados los transeúntes se apresuran en aglomeración, como los gusanos de seda que trepan el muro, con el sabor a sudor y a sangre en la lengua, estiran ávidos el cuello para saciarse en la mirada de un abrazo o un degüello.

Sin embargo, los dos que están frente a frente en el vasto desierto, con sus cuerpos desnudos, blandiendo cuchillos cortantes, no se abrazan ni se matan. Los transeúntes se aburren. Sus gargantas y lenguas se secan, sus cuellos se ponen tiesos. Finalmente ellos se miran embobados y paulatinamente se dispersan.

Todo lo que queda después, es el vasto desierto y los dos que con cuerpos desnudos están frente a frente blandiendo cuchillos cortantes. Ellos se sacian con ojos de muertos, ante el marasmo de los transeúntes, de su degüello que no sangra y se elevan para siempre en el extremo y supremo arrobamiento de la vida.»


Laocoonte o sobre los límites del periodismo y la literatura (III)*

La comunidad internacional, que ante cada crisis política o catástrofe humanitaria (¡una de esas expresiones que no existían hace algunos años!) se invoca ampulosamente, es una piadosa ficción, aparece periódicamente cuando el Consejo de Seguridad de la ONU tiene sesión y, ante la falta de una estrategia común de los Estados miembros, decide sanciones. Estas sanciones dañan siempre a la población que se halla en crisis y no afecta a los dirigentes, de cuyas garras debe ser rescatada; la nomenklatura dominante elude con facilidad el embargo de armas o el bloqueo económico, lucra con la escasez, se enriquece con el contrabando y consolida así su poder. Milošević y Saddam Hussein son los más conocidos, pero también otros regímenes impopulares en Occidente se hallan en la lista de los Estados infames: Irán, Afganistán, Libia – por nombrar sólo los defensores de título. Por el contrario, el escritor y ex-espía John Le Carré observa que no hay ángeles ni demonios en la arena de la política mundial, sólo semi-ángeles que luchan contra semi-demonios.

Por más que las sanciones sean contraproducentes, la Comunidad Internacional se atiene a este medio poco apropiado porque un embargo económico es menos dispendioso que una intervención armada que no sólo representa un gasto de dinero, sino de vidas humanas. No se trata de la vida de los soldados o civiles del bando enemigo, que ni siquiera aparecen en los cálculos militares, sino de las propias pérdidas que deben mantenerse lo más reducidas posible: zero casualty (cero víctimas), es la nueva doctrina militar americana, aplicada por primera vez en Grenada (isla país en el mar Caribe). Además, un embargo no polariza a los telespectadores, puesto que en la democracia mediática la apariencia es más importante que la esencia, queda la impresión de que los responsables políticos hacen todo lo humanamente posible. Puesto que, a diferencia de lo que se quiere hacer creer a la opinión pública, las crisis o conflictos armados no terminan automáticamente con el envío de observadores de la ONU o el estacionamiento de tropas de Cascos Azules, más bien, pasan a otro plano: es entonces cuando realmente comienzan las dificultades, así como en la vida privada, la regla no resuelve los problemas; después de un tiempo éstos se desplazan hacia otros peores y más difíciles de resolver. Para ello un ejemplo.

A mitad de junio de 1995, sonó el teléfono en mi habitación del hotel Intercontinental en Zagreb. Era mi primera visita a la antigua Yugoslavia. Dos horas antes había aterrizado en el aeropuerto y la conversación con el chofer de taxi que me condujo a la ciudad, fue una degustación de lo que me esperaba. «Hier nix Balkan, hier Europa» (Aquí no Balcanes, aquí Europa). Con esta información, transmitida en un excelente alemán de trabajador inmigrante, el chofer –creo que se llamaba Bogdan– entabló conversación. Sin perder de vista la ruta, volteó y me miró, quería saber si yo tenía en Berlín un departamento. «¿Tú hacer limpieza departamento Alemania? Nosotros también hacemos limpieza departamento Croacia.» Durante una temeraria maniobra para adelantar, Bogdan dijo que no tenía nada en contra de serbios ni bosniacos, al contrario, tenía amigos y parientes en todas las repúblicas de Yugoslavia, pero el canto de los monjes serbios no le gustaba. ¿Había estado yo alguna vez en una iglesia ortodoxa? Los serbios son cristianos, pero su música es insoportable, igual que la hediondez en una mezquita frecuentada por bosniacos. ¿Había estado yo alguna vez en una mezquita durante el oficio religioso? El olor hace llorar las piedras, porque los fieles, antes de entrar a la mezquita deben sacarse sus zapatos y la mayoría de los habitantes de los Balcanes no se lavan los pies. Entonces comprendí que por limpieza, él entendía «purificación étnica.» La observación del chofer se refería a la Krajina, por la cual el ejército croata había expulsado a los serbios que vivían allí. Como muchos racistas, Bogdan tenía una apariencia más bien bondadosa y jovial que fanática y agresiva, sus ideas parecían tan normales que se indignó cuando objeté que era un extremista. «¿Tú hambre?» me preguntó repentinamente, deteniéndose ante un merendero situado en las afueras de la ciudad. «¿Cuántos kilos?» La especialidad del restaurante era cordero asado, no se vendía en porciones, sino en kilos. Pedí doscientos cincuenta gramos, Bogdan opinó que era demasiado poco, una libra por persona como mínimo. La carne era exquisita, el Loza también –en Croacia no se bebe Slibovitz, sino aguardiente de orujo-. Bogdan insistió en vaciar una botella entera conmigo. Su hospitalidad no toleraba contradicciones y era despótica, esto se reflejaba en la alcoholización forzada, como en otros tiempos en la Unión Soviética.

«Hier nix Europa, hier Balkan» (Aquí no Europa, aquí Balcanes), balbuceé solo y ebrio sobre la cama, con mis maletas sin abrir, cuando sonó el teléfono. La agregada de prensa del delegado de la ONU en la antigua Yugoslavia, -quizás aún era su secretaria– me invitó a un encuentro informal de intercambio de opiniones con Yasushi Akashi y el General Janvier, Comandante de las tropas de Cascos Azules, en el Cuartel General Militar de las Naciones Unidas.

«Nosotros estamos en una guerra, pero no estamos en guerra», dijo el diplomático japonés de las Naciones Unidas, primero en francés y después en inglés, mirándome ansiosamente para asegurarse que yo había comprendido bien la sutileza de su declaración. El general Janvier hizo un gesto afirmativo con la cabeza.En las últimas semanas, el ejército bosnio-serbio había tomado como rehenes a cien soldados de Cascos Azules. Algunos oficiales de la ONU reclamaron que órdenes venidas desde arriba les impidieron intervenir. Una parte de la prensa dejó entrever suposiciones de que habían divergencias de opinión entre las tropas locales de los Cascos Azules y el Secretario General de la ONU en Nueva York. Para desmentir estos rumores es que Akashi, de carácter tímido y reservado, me había llamado a mi llegada. Estaba harto, decía el General Janvier, mientras garabateaba hombrecitos en su libro de apuntes, de ser acusados él y sus soldados de falta de fuerza y eficacia siendo, que arriesgaban la vida diariamente. Por la limitación de su mandato estarían con las manos atadas, pero en el futuro la «Rapid Reaction Force» (Fuerza de intervención rápida), supeditada a su Comandancia, impediría absolutamente las violaciones del armisticio y las trabas a la circulación de convoy humanitarios. A la pregunta de si esto incluía la apertura a la Fuerza del corredor aéreo que conduce a Sarajevo, bloqueado por el ejército bosnio-serbio, respondió evasivamente: caso por caso será examinado y dependerá de las proporciones de los medios – como es sabido, una tropa de paz no es un bando en guerra.

«La ONU no se cruza de brazos», decía Akashi, mientras su secretaria traía una bandeja con tazas de café y galletas. «Yo estoy en contacto con todos los bandos del conflicto y llamo por teléfono diariamente a mi amigo el Dr. Radovan Karadžić para convencerlo de liberar a los Cascos Azules secuestrados como rehenes. El Dr. Karadžić se mostró siempre cooperador conmigo.»

Más revelador que el propósito fue la manera en que el responsable de la misión de la ONU me lo decía. Aquella formulación que lo traicionaba: «mi amigo el Dr. Karadžić.» Akashi no sólo había revalorado diplomáticamente al lord de guerra en Pale, quien había sumergido a los habitantes de Sarajevo en un sufrimiento sin fin. Había confirmado involuntariamente todo lo que, a su vez, había querido desmentir de manera oficial: que la ONU era un tigre de papel que se limitaba a protestas sin efecto, en lugar de impedir por medio de una intervención enérgica los asesinatos perpetrados en Bosnia – la convención de Dayton aún estaba lejos.

De camino al aeropuerto, la conversación trató sobre otro doctor. «Algo raro está pasando», dijo Bogdan, que me esperaba en su taxi, delante de la sede de las Naciones Unidas, en una calle con barricadas de sacos de arena y alambre de púas. «Algo raro está pasando aquí, pues hace una hora y media que el Dr. Franjo Tudjman no se menciona más en la radio. Normalmente su nombre aparece cada dos frases. Se dice: Dr. Franjo Tudjman ha inaugurado un jardín de infantes, una iglesia o un colegio, Dr. Franjo Tudjman ha telefoneado a la Casa Blanca en Washington, la hija de Dr. Franjo Tudjman ha inspeccionado el Duty-free-Shop en el aeropuerto – y ahora esto: como si nuestro presidente hubiera desaparecido sin dejar huellas, se hubiese disuelto en el aire. ¡Ojalá que no le haya pasado nada grave!»

El temor del chofer era prematuro pues Tudjman no murió sino cuatro años más tarde en el hospital de Zagreb, después de una operación de cáncer efectuada en secreto en los Estados Unidos. Sólo después de su muerte empezó a circular lo que los conocedores del país denunciaran en vano años después: el dictador de Croacia, que había comenzado su ascenso político disimulando las masacres perpetradas por los Ustacha fascistas y el número de víctimas, no había sido mejor que el criminal de guerra Karadžić. Títulos de doctores no son garantía contra atentados a los derechos humanos, esto no es así tan sólo en la ex-Yugoslavia.

Nada viene como uno lo espera, dice un antiguo proverbio. Eso vale para territorios en guerra y en crisis, donde el conocimiento adquirido en los libros se revela a primera vista, no ciertamente falso, pero sí insuficiente. En el lugar, todo es diferente de lo que uno imagina a través de las informaciones de catástrofes. Esto comienza ya con la gente denominada por los medios como víctimas o afectados, quienes nunca llevan expresión fúnebre, sino que sonríen y son más alegres que los habitantes de los países donantes, cuyo cuidado por su bienestar y su seguridad le ha quitado la espontaneidad. Yo me he preguntado hace tiempo a qué se debe esto: ¿Es una característica de sociedades pre-industriales, cuya amabilidad no depende aún de un cálculo económico, o es que las personas se acercan unas a otras para defenderse ante el peligro que los amenaza a todos por igual? En los refugios antiaéreos de la Segunda Guerra Mundial, en los comedores diarios de la RDA, había una solidaridad semejante, que en tiempos menos difíciles se evocaba con nostalgia.

Un indicador de las modificaciones del estado de la psiquis por medio de una presión externa, se revela en el comportamiento de reporteros y periodistas, cuya cotidianeidad profesional es generalmente dominada por una competencia despiadada. Sin embargo, en una situación de crisis, como en Monrovia, donde se enfrentaban los bandos armados de la guerra civil, en lugar de la rivalidad brutal había solidaridad y acotada colaboración. Una extraña camaradería se abrió paso un espacio, para que con humor negro se hicieran soportables las amenazas venidas del exterior. La US-Navy había evacuado a casi todos los extranjeros que permanecieron en Liberia, muchos de ellos comerciantes libaneses que subían a helicópteros con maletas de representantes, llenas de diamantes de contrabando, como narraban con envidia los marines americanos mal pagados. Hoteles y restaurantes, negocios y oficinas de organizaciones humanitarias fueron incendiadas y arrasadas. Tan sólo en el hotel Mamba Point, cuyo propietario libanés había sobornado a los dirigentes de los ejércitos de la guerra civil por 50.000 dólares, según rumores, se había reunido un puñado de audaces fotógrafos y periodistas. Hacía semanas que la ciudad y sus alrededores carecían ya de agua y de luz; en la noche se escuchaban balazos y explosiones de granadas, que se acercaban lentamente, mientras los clientes del hotel bebían champaña saqueado del Duty-free del aeropuerto. Después de medianoche, cuando el generador del hotel sufría un apagón, se servía Johnny Walker Blue Label, una marca de lujo que jamás volví a probar fuera de la Monrovia destruida. No había arroz ni pan, ni carne, ni pescado, sin embargo, el congelador del hotel estaba repleto de langostas que se preparaban cada noche de una forma diferente: asada a la parrilla, dorada con mantequilla o al estilo thermidor. En su diario titulado Strahlungen (Diarios parisinos), Ernst Jünger describe semejantes delicias culinarias durante la retirada de la Wehrmacht de París – como si la guerra destacara de manera más extrema aún que habitualmente, la desigualdad entre la miseria de la mayoría y la vida lujosa de una minoría privilegiada.

El héroe del día era un francés, fotógrafo aficionado, que había venido a Liberia antes del estallido de los combates para aprender inglés: no es broma, como se podría pensar, fue realmente así. Los niños soldados del FNPL de Charles Taylor, lo habían aceptado en sus filas como miembro de honor y compartían con él sus cigarrillos de marihuana, hasta que el fotógrafo aficionado fue herido en un intercambio de disparos. Los bandos beligerantes cesaron provisoriamente el fuego y sus colegas reporteros, arriesgando la vida, cargaron al herido en un carretón y lo trasladaron al hotel donde se celebró con champaña su salvación. Después de ser evacuado por la US-Navy se formó una leyenda heroica en torno a este fotógrafo aficionado. Se decía que habría llegado al último círculo del infierno, mientras que los otros periodistas tan sólo habían alcanzado el limbo: la verdadera vida –o la verdadera muerte– presuntamente tiene lugar en otra parte.

Lo opuesto al fotógrafo aficionado, respetado en todas partes, fue John Mc Wethy, el corresponsal del canal de televisión ABC, que tuvo tan sólo una pequeña representación en medio de los periodistas reunidos en el Mamba Point. Una mañana poco después del amanecer, un vehículo anfibio de la US Navy se detuvo delante de la entrada del hotel, escoltado por un jeep, cuyos pasajeros, francotiradores con chaleco antibalas habían cercado la calle a la redonda. Un reportero pelirrojo y pecoso se bajó de la tanqueta y corrió zigzagueando de un muro a otro hasta el hotel, mientras sus protectores dirigían sus fusiles telescópicos a las ruinas del entorno, de donde salía un fino humo. Nada parecía sospechoso, fuera de una madre joven que lavaba a su bebé en un badén al borde de la calle y un niño desnudo, que con un largo palo trataba de sacar mangos inmaduros de las ramas. Los combatientes de la FNPL estaban atrincherados detrás del próximo cruce, a esta hora dormían. Cada empleado del hotel y cliente del Mamba lo sabía y podrían haberle dicho a los americanos, pero los marines no debían arriesgarse porque transportaban un bien precioso: McWethy era uno de los célebres periodistas de la televisión de Estados Unidos. Parecía haber surgido de una película de James Bond, llevaba un casco tropical, un mosquitero y un chaleco safari con numerosas cremalleras, lazos y bolsillos que contenían un survival kit completo – desde medicamentos contra la fiebre amarilla y malaria hasta raciones para sobrevivir en el desierto o en la selva, cohetes de señalización y aparatos para la visión nocturna. Pero a diferencia de los fotógrafos franceses o al equipo de televisión de Sudáfrica que hablaban en distintas lenguas -familiarizados con muchos territorios en guerra-, McWethy sólo hablaba inglés y se encontraba por primera vez en África. Durante las dieciocho horas de su estadía en Monrovia, estaba constantemente conectado con su redacción por teléfono satelital y nunca salió del hotel, burlándose de la osadía de sus compañeros reporteros que asumían un riesgo a calculado patrullando la ciudad en grupos. Sin embargo, durante la noche en el bar, él se dejaba contar todo detalladamente y después lo transmitía en vivo a Washington como si él mismo hubiese vivenciado los combates de Monrovia.

Al amanecer, se descargó una violenta tormenta que, vista por la ventana, se evidenciaba como truenos y relámpagos causados por la explosión de granadas. La milicia Krahn, surgida del ejército del gobierno liberiano, había tomado por asalto una posición de la FNPL y ocupado la ruta que conducía al Mamba Point; dos niños soldados muertos yacían sobre el césped delante del hotel. Poco después de la salida del sol se presentó un blindado de la US-Navy, para llevar al corresponsal del Pentágono con seguridad. «Duck and dive» (Agacha la cabeza y sumérgete) dijo John McWethy, y corrió rehurtándose como un conejo hacia la tanqueta que lo llevaba al terreno de aterrizaje de helicópteros; desde ahí fue llevado y subido a bordo de una nave de guerra que cruzaba delante de la costa. Durante el desayuno, yo vi en el noticiero de ABC el reportaje transmitido por teléfono desde Monrovia por el corresponsal del Pentágono; decía haber escapado con peligro de vida desde su hotel, tomado por bandas de asesinos. «Are you okay John?» preguntó preocupada la presentadora del noticiero. «No he dormido mucho la noche anterior, pero estoy bien» decía McWerthy. Después se insertó un mapa de la costa occidental de África, donde Monrovia estaba señalada con una flecha roja.

«Tú no eres periodista», dijo Razouk, el propietario del hotel venido de Beirut a quien todo el mundo llamaba Papi, mientras introducía agua y azúcar con una pajilla a su papagayo enfermo. Después del estallido de los combates, el pájaro había perdido su plumaje y rechazaba el alimento. Yo esperaba en la recepción, con las maletas hechas, para pagar la cuenta. Razouk ojeaba mi pasaporte moviendo la cabeza. «Tú no eres un periodista alemán, sino un contrabandista de diamantes. Yo te conozco, tú no estás por primera vez en Liberia. Durante la guerra, se hacen buenos negocios con los diamantes, pero es tremendamente arriesgado. Presta atención a que no te alcance una bala.»

Las circunstancias excepcionales modifican la sensación de tiempo. Mientras que en casa, cada día pareciera constituir la repetición de lo mismo –desde el desayuno hasta el noticiero televisivo nocturno-, yo vivencio más en un día en los territorios en crisis o en guerra, que lo acostumbrado en semanas y meses. Y aunque allá sólo puedo encontrar pocas horas de sueño, no alcanza el tiempo para tomar nota y registrar lo que ocurre a mi alrededor. A eso se debe la sensación de vitalidad reencontrada durante el viaje –el peligro surte el efecto de un golpe vitamínico– y el desfalleciente agotamiento posterior. Y mientras en casa el círculo de amigos y conocidos se reduce más y más, aquí los personajes más locos, que parecen surgir directamente de la literatura, cruzan mi camino: Don Quijote, por ejemplo.

El periodista de Buenos Aires no sólo se parecía al caballero de la Triste Figura, él era Don Quijote: la cabeza elevada con orgullo, de talle alto y delgado como un alfiler; un copete brillante teñido de negro azabache, bajo el que destellaban sus ojos grises; tenía la piel como el cuero curtido por el sol y el viento. En lugar de una armadura de caballero, llevaba un traje azul de jeans con una hebilla plateada en el cinturón y una cruz de oro kitsch en su dorso velludo. Caminaba tan abierto de piernas que se creía escuchar el sonido de las espuelas, con la espalda anormalmente recta, como si los médicos le hubiesen adaptado un corset de fierro – o tal vez era una columna vertebral artificial en platino. Esto le ocurría después que se fracturó dos veces la nuca, me confió los primeros minutos de nuestra presentación: I broke my backbone twice – la frase sonaba tan inverosímil que le pedí que me la repitiera. La primera vez que se rompió la columna vertebral fue porque no se abrió su paracaídas, la segunda vez fue durante un aterrizaje fallido con un parapente. Para tal extremo deporte, como por su participación en Kosovo, Juan era en realidad demasiado viejo: entre los reporteros y periodistas reunidos en la ciudad fronteriza albanesa de Kukësque esperaban en junio de 1999, el ingreso de las tropas de la OTAN en Kosovo, él no sólo destacaba por su anacrónico traje de jeans, sino por su avanzada edad. Ninguno de los otros había pasado los cuarenta años, Juan tenía más de sesenta. Cuando cometí el error de preguntarle la edad, reaccionó con mal humor. Había olvidado que los porteños –así llaman a los habitantes de Buenos Aires– se tiñen el pelo en salones de peluquería donde se maquillan y se hacen la manicura como las damas. En venganza me dio la receta de su delgada figura: «no colesterol», gruñó Juan en su inglés argentino, «because I don’t want to get fat.» El secreto de su régimen consistía en no comer platos con harina, leche o huevos, nada de hidratos de carbono ni grasa. Cuando yo le pregunté, «¿Qué es lo que queda entonces?», me dijo: «bistec y ensalada» – eso es «típico argentino», pensé yo y retorné a mi pizza medio deshecha que servían de mañana, de tarde, y por la noche en el bar americano. No había otra cosa. Eran las siete de la mañana, Juan iba de mesa en mesa por el comedor del hotel buscando una oportunidad para compartir un auto, todos los disponibles estaban reservados desde hace días. A los jóvenes reporteros les parecía sospechoso, tal vez porque hablaba sólo un mal inglés. Yo le ofrecí una plaza que había quedado libre de la noche a la mañana, decidimos compartir los gastos y sellamos nuestro acuerdo con un café.

Juan trabajaba para un periódico argentino, cuyo nombre no puedo recordar. Solamente después me vino la sospecha de que no era un periodista profesional, sino un aventurero que vino de Buenos Aires a Tirana por su cuenta; había llegado en taxi a Kukës to look for some action, como él decía.

En lugar del chofer con el que yo me había entendido el día anterior, apareció otro individuo que aseveraba ser el hombre indicado. Conducía un Mercedes Benz con matrícula de Stuttgart que él o su primo, camuflado detrás de las gafas de sol y sentado en el asiento trasero –emparentados como todos los kosovares- habían comprado o robado, trayéndolo a Albania por caminos clandestinos. No poseía documentación del auto, tan sólo la green card de un seguro emitida a otro nombre. Para nuestro chofer, su Mercedes estaba en primer lugar: la guerra en Kosovo, la intervención de la OTAN y la presencia de la prensa servían solamente para el desplazamiento de su coche – al igual que en la novela de ciencia ficción de Kurt Vonnegut junior The Sirens of Titan, cuyo relato sobre la construcción de las Pirámides, Las Cruzadas y el desembarque de Napoleón en Egipto, son tan sólo informaciones codificadas para señalar la avería de una nave espacial perdida en el cosmos: Pieza de repuesto en camino – estamos llegando.

Después de franquear la frontera, en el viaje por tierra de nadie, le pregunté al chofer, mientras contorneábamos cráteres socavados por minas o bombas, si había tenido miedo. Miedo por su vida no, dijo él, después que su primo Halil tradujo la pregunta, pero sí por una raya en la pintura de su Mercedes. Con cuanta seriedad estimaba realmente el peligro, se demostró cuando nos cruzamos en la ruta de Prizren con un convoy de camiones del ejército yugoslavo; los soldados en retirada, hacían gestos obscenos y uno disparó al aire al pasar, pero el convoy continuó su marcha sin controlar los documentos de nuestro vehículo. El chofer agradeció a Dios –¡Hamdulillah!– mientras su primo se quitó las gafas oscuras para secarse la transpiración de su frente.

A la entrada de Prizren, doblamos a la derecha y nos detuvimos delante de una casa con jardín en la que se escuchaban ladridos. Un gigantesco San Bernardo –quizá pudo ser un pastor albanés– saltó sobre Halil moviendo la cola, lamiéndole manos y cara. De una ruina ennegrecida por un incendio salió un hombre viejo que abrió el portón. El chofer nos invitó a pasar la noche en su casa; junto con su primo, limpiarían la basura dejada por los serbios, era más seguro aquí que en la ciudad controlada por la milicia. Don Quijote no estaba de acuerdo: la casa estaba demasiado sucia y ordinaria, él prefería pasar la noche en el hotel y cenar en un buen restaurante; tenía ganas de comer un bistec pues desde el desayuno no había ingerido nada.

En vano intenté explicarle que como consecuencia de la guerra, en Prizren no había hoteles ni restaurantes. Don Quijote se obstinó en su punto de vista. El chofer nos llevó al check point de la Bundeswehr, cuya vanguardia de unidades blindadas había avanzado entretanto hasta el centro de la ciudad. A la mañana siguiente se confirmó que Juan había tenido razón: en el transcurso de la noche milicianos serbios minaron la casa. Al orgullo de casta de Don Quijote no le debo solamente la vida, sino un opíparo ágape. En alusión a su estómago vacío, el argentino encargó a nuestro chofer requisar el último pollo que se pudiera hallar en Prizren. Bajo las miradas envidiosas de la mesa vecina, compartimos con nuestros amigos kosovares el pollo asado al palo y lo acompañamos con una botella de un litro de vodka – el ejército yugoslavo había saqueado las reservas de vino antes de su retirada. El ladrón de gallinas de DIE ZEIT titulaba a la mañana siguiente el periódico berlinés tageszeitung, cuyo corresponsal para los Balcanes había tenido que conformarse con galletas. Después de la comida se bifurcaron nuestros caminos, Juan se incorporó a un equipo de la TVE, cadena de Televisión Española. Le había gustado la asistente del camarógrafo, de veinte años, y Don Quijote juró a los dioses que Dulcinea sería el amor de su vida.

 

No conozco nada mejor, en domingos y festivos.

Que una conversación de guerra y de combate,

Mientras que allá bien lejos, en Turquía,

Los pueblos se baten entre ellos.

Uno está sentado a la ventana, bebe de su vaso,

Y uno mira río abajo como se deslizan los buques de todos colores;

Entonces al anochecer uno regresa feliz a casa,

Y bendice la paz y los tiempos de paz.

 

El confort fariseo de los pequeños burgueses del Fausto de Goethe ya no es posible hoy día. Las redes globales de los medios transmiten en vivo y en directo a sus livings los combates que se desenvuelven «allá bien lejos, en Turquía» y los refugiados de Kurdistán o Kosovo golpean a nuestra puerta días más tarde, solicitando asilo político. «Vagabundo y errante serás en la tierra», se dice en la historia de Caín y Abel, como en Kosovo o los kurdos, la guerra comienza con derrame de sangre inocente. A través de este veredicto irrevocable, el enfurecido Dios del Antiguo Testamento ha definido más que una condition humaine atemporal: cada masacre y cada genocidio del siglo XX desatan una nueva ola de refugiados. En el umbral del Tercer Milenio hay tantas categorías de «vagabundos y errantes en la tierra» que la lengua capitula ante la sombría realidad, su vocabulario no alcanza a designar causas y efectos: expulsados externos e internos; solicitantes de asilo y falsos beneficiarios del derecho de asilo; trabajadores inmigrantes y emigrantes a causa de las crisis económicas; evacuados a último minuto, personas desplazadas y boat people, etcétera. Muchos habitantes de los estados industrializados se sienten sobrepasados por la simultaneidad; confrontados diariamente con las consecuencias negativas de la globalización –miedo de una revolución social y tecnológica, crisis económicas y catástrofes ecológicas-, su receptividad para la miseria ajena disminuye, mientras la alegre utopía de los años ‘80, el sueño de una sociedad civil multicultural, va quedando igualmente en el camino.

«Considerar la posibilidad del derrumbe de la civilización es algo muy distinto que verlo cumplirse en la realidad», escribió Klaus Mann en 1949 bajo la impresión de las ciudades destruidas de la Segunda Guerra Mundial. «Ciertas escenas e imágenes apocalípticas que al estudiante de filosofía en Kansas City o al poeta de Johannesburgo, le parecen lejanas y fantásticas, por cierto increíbles, son muy familiares a los habitantes de Berlín, Varsovia, Dresde y Rotterdam.» Hoy en día es al revés: en las townships de Johannesburgo o en el ghetto de negros de Kansas City, la tasa de asesinatos es tan elevada que el Apocalipsis corresponde allí a la vida cotidiana, mientras que en Berlín y Varsovia, Dresde y Rotterdam, los habitantes han suprimido de su conciencia la destrucción de la guerra.

Lo que se filtra de las olas diarias de informaciones lo deciden los medios: no a fuerza de manipulación o de censura –la cifra de muertos en Argelia o la de cesantes en Nuremberg no está manipulada por falsificadores de noticias-, sino según la coyuntura de mercado. Para ser más preciso: según la ley de la oferta y la demanda. Secuestro de aviones o de personas, en las que estén involucrados turistas alemanes, interesa naturalmente más a los telespectadores de la República Federal Alemana, que cuando se trata de víctimas y victimarios filipinos; asimismo, los Estados industrializados no se interesan por guerras desatadas en regiones del mundo que no se vinculan con sus intereses estratégicos o económicos. A esto se añade un fenómeno que tiene que ver con la naturaleza misma de los medios más que con el mensaje que ellos transmiten:  para que un acontecimiento aislado franquee el umbral de percepción del público y se concretice de la información a una noticia de un hecho establecido, requiere que se repita con tanta frecuencia para que alcance el rango de un tema permanente –este mecanismo es suficientemente conocido por la publicidad. Pero no es todo: depende del énfasis –y de la cantidad de espacio y tiempo– con que el redactor pertinente trate el tema. La retórica de los antiguos ha anticipado y analizado este conocimiento mucho antes de la aparición de los medios modernos. Para definir la transición del breve despacho de dos líneas al reportaje que cautiva emocionalmente al lector, Quintiliano entrega de manera evidente ejemplo y regla a la vez:

«Sin duda, la noticia de que una ciudad ha sido saqueada expresa todo lo que el destino conlleva, pero a causa de su brevedad, ella no penetra con la suficiente profundidad en los sentimientos del auditor. Pero si se libera aquello que está encerrado en las palabras, entonces emergen las llamas que se elevan de casas y templos, el ruido de los techos que se derrumban, y los gritos de todas las voces se condensan en un único sonido; los unos buscan su salvación en la fuga, los otros se aferran estrechamente abrazados a sus parientes; mujeres y niños lloran y los ancianos maldicen el destino que les ha mantenido en vida hasta este día…» (Quintiliano: Retórica)[33].

Los redactores de periódicos alemanes proceden al revés de los maestros de la antigua retórica: desde su punto de vista, todo lo que un autor escribe es muy exhaustivo y debe ser reducido hasta que el reportaje se vuelve un breve despacho. Lo que se llamaba antes colorido local, la descripción atmosférica del tiempo y del lugar vale por quantité négligeable, porque los lectores se interesan supuestamente tan sólo por facts – nada de faite divers (diversos hechos) recogidos del vaivén de rumores, sino facts duros, no crudos, sangrientos y coriáceos como un bistec a las brasas. Y cuando las víctimas, testigos oculares o sobrevivientes de un conflicto, toman la palabra máximo una vez se coloca una corta frase citable en soundbit que puede resumirse en dos o tres palabras; declaraciones contradictorias podrían confundir inútilmente al lector, quien supuestamente no es capaz de discernir entre Hutus y Tutsis. Quizás esta es la razón por la cual raramente se lee en los periódicos de lengua alemana, reportajes que van más allá de la superficie de las cosas. El archivo de prensa tiene mayor validez que el relato de la evidencia in situ; las informaciones múltiples veces remasticadas de segunda o tercera mano, aparecen más serias que la experiencia personalmente vivida y subjetiva, con su relación de incertidumbre. Análisis sociopolíticos que aún pueden redactarse en el escritorio de la casa toman el lugar de la observación precisa proveniente de la realidad. La primacía del conocimiento académico por sobre la observación empírica es un legado del Estado autoritario. No es de asombrar que el reportaje como género literario no haya surgido en Alemania o Francia, sino que provenga del mundo eslavo y anglosajón: de Chéjov a Orwell, pasando por Hemingway, hasta Ryszard Kapuściński y Joan Didion – Egon Erwin Kisch y Marie Luise Scherer son célebres excepciones que confirman la regla.

Pero no quiero adherirme a la crítica denigrante de mi país, tan en boga entre los intelectuales alemanes, pues no se trata de un problema político, sino más bien estético. Me refiero al «arte poética» de la literatura de consumo masivo que, inadvertida ha proliferado en el periodismo cuando éste adopta la forma narrativa: del punch-line al inicio del texto debe seducir al lector con una dosificación suficiente de sex and crime, que lo mantiene como sacudiéndose de un anzuelo, al borde de la línea, hasta el efecto inesperado del punto final, que perfora el cerebro como un sacacorchos: así debe ciertamente sorprender, claro que sin ser osado ni realmente chocante. Se trata en general de no subestimar ni sobrepasar demasiado el horizonte promedio de experiencia que se le atribuye a los lectores. Una mezcla justa de extrañeza que despierta la curiosidad y un efecto de reconocimiento que la satisface – modelos narrativos convencionales de los años ‘50, acervo cultural desmoronado, al que corresponde también Ernest Hemingway, cuya elaboración de frases cortas y diálogos lacónicos han caído a la literatura de pacotilla, reapareciendo en numerosas novelas ilustradas y artículos de periódicos. Y eso que ya era difícil, en vida de Hemingway, establecer la diferencia entre un cuento y un reportaje. Las palabras Fakt (hecho) y Fiktion no sólo tienen un parentesco etimológico: el corresponsal para el Sureste Asiático de la Far Eastern Economic Review me confió en privado que él incluye, después de años, en cada uno de sus artículos, la misma descripción de la naturaleza, en la que se habla de estelas de polvo rojizo y sombras de nubes que se desplazan por encima de las montañas. Esto no sólo pasó inadvertido ante el editor, cuya capacidad de reacción quiso probar, sino que por el contrario, éste cada vez lo elogiaba por su impresionante descripción. El fenómeno del déjà-vu: detrás de la fachada del informe periodístico, deja entrever un paisaje arquetípico compuesto de fragmentos de escenografía, novelas de viajes y de aventuras.

En abril de 1997, me encontré al caballero de industria Félix Krull. Él estaba en la antigua África Oriental alemana, en Goma, la ribera del norte del lago Kivu, donde el ejército del Comandante insurgente Laurent Désiré Kabila, había establecido su cuartel general, con el propósito de avanzar -después de la conquista de Kisangani en el curso superior del Congo- en marcha forzada a Kinshasa y mandar al diablo a Mobutu, el odiado dictador que lleva su mismo nombre: Désiré. Pese al sol abrasador, que reverbera los campos de lava de los volcanes adyacentes, volviendo insoportable el calor, Félix Krull llevaba siempre una camisa alba recién planchada y un pantalón de lino con una hebilla de oro en el cinturón en forma de clave musical. Era alto y delgado, en la calle las muchachas jóvenes se daban vuelta a mirarlo y mujeres casadas le lanzaban elocuentes miradas; sólo sus canosas sienes indicaban las décadas que habían pasado después de que Thomas Mann plasmara su historia en el papel.

Como Félix Krull es un estafador de profesión, no le pregunté por qué le quemaba el suelo en Europa para marcharse al África Oriental. A diferencia del personaje de Thomas Mann, hablaba un francés entrecortado con acento renano de Hesse, nacido en una ciudad famosa por la sidra de bajo precio. Su inglés también era rudimentario. Pero él se hacía comprender sin palabras, por medio de miradas y algunos gestos. Y nadaba como un pez en las aguas peligrosas del África Oriental contorneando diestramente los arrecifes y profundidades. Félix Krull estaba acostumbrado a dar órdenes: no se encontraba en el Tercer Mundo por primera vez y sabía que cada uno vale en tanto se sabe hacer valer. Pese a su habilidad diplomática, más bien reforzada que debilitada por su limitación lingüística –ya que el laconismo en África es sinónimo de autoridad–, se le iban amontonando dificultades inesperadas. Una organización humanitaria de renombre, cuya falta de profesionalismo disfraza con un activismo ciego, le había enviado con un cargo poco claro y mal preparado a Goma, donde un oficial del ejército insurgente dejaba pudrirse en un hangar cerca del aeropuerto, víveres y medicamentos enviados desde Alemania. El jefe de la organización humanitaria le había dado poder general, porque Monsieur Jean, así se llamaba el oficial insurgente, había estudiado Administración de Empresas en Aquisgrán y hablaba fluidamente el alemán. Monsieur Jean guardaba bajo llaves el pasaporte de Félix Krull negándose siempre bajo nuevos pretextos de devolvérselo a su dueño. Todo esto era un montaje para confiscar las mercaderías y los dólares que Félix Krull llevaba consigo para cubrir su cargo «su impaciencia es típicamente alemana», solía decir Monsieur Jean «¿Para qué necesita usted un pasaporte? Disfrute del panorama de las montañas al borde del lago Kivu, y aclimátese aquí con nosotros. ¡En su patria tampoco anda por todos lados mostrando su pasaporte!»

De esta situación en jaque sólo había una escapatoria – la fuga hacia delante. Félix Krull telefoneó a la oficina de la organización humanitaria en Alemania y explicó su dilema. Propuso abandonar Goma y transferir el centro de sus actividades al extremo sur del lago Kivu, a fin de poder suministrar con víveres y medicamentos a los refugiados errantes que andaban por ahí. La respuesta llegó con retraso porque el jefe de la organización humanitaria se encontraba como siempre de viaje. En compañía de Félix Krull, partí para Bukavu en su Landrover. Sin visa en mi pasaporte –yo había franqueado ilegalmente la frontera y, en lugar de acreditación, poseía solamente una carta, de la redacción de un periódico de Hamburgo donde solicitaba facilitar los trabajos de sus corresponsales que habían enviado al África– atravesé con él pueblos incendiados y bases militares abandonadas. Un país destruido por la guerra, donde recientemente ejército e insurgentes habían librado violentos combates. A medio camino, el vehículo se hundió en el lodo hasta los tapabarros. Félix Krull lo puso en marcha sin ganar una sola mancha de barro sobre su albo pantalón, con ayuda de la población autóctona que, según él, vertía agua sobre la pista cada día, para que los autos se atascaran al pasar, siendo ésta su principal fuente de ingresos. Nos detuvimos en un mirador sobre el lago Kivu. Mientras yo gozaba del panorama del paisaje, Félix Krull timbraba una falsa visa en mi pasaporte. Para ese fin él llevaba en la guantera de su coche, un taller completo de falsificador siempre preparado para el uso y al alcance de la mano, tenía tijeras, pegamento, emblemas nacionales y timbres, incluso una cámara polaroid para sacar fotos de pasaporte. Cuando retomamos la ruta, me explicó su concepto de marketing para la ayuda humanitaria: Debía concentrarse en lo que realmente importaba en África, en lugar de víveres y medicamentos que costaban fortunas y que finalmente se estropeaban o desaparecían sin dejar huella en los largos caminos de transporte, debían repartirse souvenirs, insignias y adhesivos, gorras, camisetas, lápices y encendedores con el emblema de la organización humanitaria. De esa manera serían conocidas más rápidamente, que otros servicios de ayuda, eliminando la competencia en terreno. Krull daba ejemplo a su paso, como príncipe de carnaval, en cada pueblo que atravesábamos, lanzaba banderitas de papel negro-rojo-dorado y globos con el logotipo de un grupo farmacéutico suizo que tenía formidable aceptación.

En Bukavu requisamos una casa quinta al borde del lago, arrendada por el servicio auxiliar de la Orden de Malta, cuyos moradores habían sido evacuados al desatarse el combate. Los empleados de la casa que, por semanas no habían recibido ni salario ni alimento, saludaron a Félix Krull como un salvador en la emergencia, y la cocinera negra, radiante de alegría, hizo las compras en el mercado: el regreso de su chef –todas las mujeres con las que había estado vinculado en Bukavu, lo trataban con admiración de chef– le dio un nuevo resplandor a la perspectiva de un porvenir sombrío. En un paseo por el jardín, descubrí un cadáver a la orilla del lago. El hombre parecía estar muerto desde hace días. Estaba boca abajo en el agua, el gas producido por la putrefacción había inflado las mangas de su uniforme. Quise notificar a la policía o al ejército, pero Félix Krull se opuso: nos detendrían como sospechosos del asesinato y sólo nos pondrían en libertad pagando una fianza; antes tendríamos que responder una cantidad de preguntas desagradables. Él me propuso resolver el problema a la manera africana, uniendo nuestras fuerzas arrastramos al muerto por medio de unas varas al terreno vecino, donde quedó colgando en el embarcadero.

Quedé empapado en transpiración y apagamos la sed en el antiguo círculo de oficiales belgas, que servía de cuartel general para los residentes europeos en Bukavu. Los colaboradores de un grupo farmacéutico suizo, que plantaban árboles para producir quinina, se reunían en el bar con los asistentes del servicio humanitario, esperando el regreso de la población que había huido a los bosques; la cifra de los refugiados se estimaba en más de cien mil, pero nadie sabía algo preciso, pues los caminos y las rutas estaban minados y se habían vuelto poco seguras por las tropas esparcidas del ejército o de los insurgentes.

A la mañana siguiente, los empleados de la casa nos llevaron a un Mercedes Benz estacionado en el patio que habían recubierto con follaje seco para protegerlo de los soldados saqueadores. Félix Krull requisó el coche – el estanque de su Landrover estaba vacío y en Bukavu era imposible conseguir bencina; pensó que sería más fácil para mí atravesar la frontera del país vecino, Ruanda, en un Mercedes, pues ganaría en prestigio ante los guardias fronterizos. Él me recomendó expresamente no responder ninguna pregunta, simulando que yo no comprendía el francés ni el inglés. Durante los controles en la frontera, yo leería la Biblia y, para desviar la atención de los soldados, debía comer galletas de chocolate. Los guardias fronterizos tenían hambre y si me pedían podía ofrecerles de mala gana, una ó dos – no más, pues eso despertaría sospechas. Yo no debía presentar papeles y, si me preguntaban por mi nombre y mi profesión, murmuraría solamente la palabra chefchef de tout, jefe de todo acá.

Me convertí en el maestro Puntila, Félix Krull se transformó en mi criado Matti. Pasamos la frontera cerrada durante la guerra del Congo –entonces Zaire– a  Ruanda, sin ser controlados, ni siquiera mostramos nuestros documentos en un auto que no nos pertenecía. Horas más tarde, después llegar a Kigali Félix Krull lanzó una mirada al joven lustrabotas que introducía los cordones en los ojetillos de sus zapatos de Budapest y murmuró: «El problema en África es la cesantía. La gente aquí no tiene suficiente trabajo» – como si en su papel de criado Matti hubiera despertado la conciencia social del caballero de industria Félix Krull.

Un mes después de mi regreso a Berlín recibí una llamada telefónica de su mujer: Félix Krull estaba en el hospital de Bukavu, había recibido un balazo en la cabeza y la organización humanitaria, para la que había trabajado, se negaba realizar su repatriación por avión bajo pretexto de que él se había alejado sin autorización de su lugar de servicio. Félix Krull estaba sentado en un café cuando le alcanzó una bala perdida; por suerte su vida no corrió peligro. El proyectil quedó incrustado entre el cuero cabelludo y el cráneo, pero la policía le atribuyó la responsabilidad a la víctima y lo arrestó por posesión indebida de armas. Pasaron varias semanas hasta que fue liberado de la prisión y regresó a casa, donde un litigio con su empleador lo llevó ante los tribunales. Debido a las prácticas poco serias, la organización humanitaria dio lugar a comentarios y Félix Krull fundó su propia obra de beneficencia que prometía ayuda «rápida y sin burocracia».

El trabajo de un reportero a veces se parece a una sesión espiritista: la probabilidad de estar en el lugar cuando un actor político pronuncie una frase histórica, es tan mínima como conjurar el espíritu de Julio César o el de Napoleón haciendo girar la mesa. En el lugar de ellos, piden la palabra demonios inferiores, canallas, locos y espíritus atormentados, que en vez de aclarar los hechos, contribuyen a su confusión. A la primera categoría corresponden los supuestos observadores de la UE que se dejaron caer como bandadas de aves de paso en Bosnia durante el Verano de 1995. La comparación con gansos salvajes o cisnes no es casual pues los observadores de la UE estaban vestidos de blanco, como profesores de tenis que andan todo el tiempo con raquetas bajo el brazo. Eran funcionarios ministeriales de distintos países de la Unión Europea, la central de Bruselas los había enviado a la antigua Yugoslavia para observar los sucesos de la guerra allí mismo. Cuando pregunté cuál era la diferencia entre los sucesos de la guerra y la guerra misma, un observador venido de Bonn me respondió que era exactamente como en la meteorología: las perspectivas de mediano plazo se entiende así, a diferencia de los pronósticos sobre el tiempo y el clima establecidos a corto o largo plazo. La actividad de los observadores de la UE consistía en escribir informes y, como estaban advertidos de no exponerse a ningún peligro innecesario, abandonaban rara vez su hotel, donde conversaban con los reporteros que regresaban de la zona de combate, invitándolos a un café o a un trago en el bar, para recolectar informaciones. Todo lo que se transmitía en la noche por televisión y que se encontraba a la mañana siguiente en los periódicos, ellos lo transmitían semanas más tarde en forma estrictamente confidencial a sus superiores. Cuando no estaban organizando una comida de trabajo para armonizar sus conocimientos entre ellos, jugaban tenis, chapoteaban en la piscina, o se invitaban recíprocamente a sus partys. Motivos habían más que suficiente: siempre alguien tenía cumpleaños o un Estado miembro celebraba su fiesta nacional. Es inútil precisar que los observadores de la UE no trabajaban gratis: adicionalmente a su salario de funcionarios, recibían indemnizaciones por su expatriación y gastos de representación – el sacrificio que le consentían a la UE era reconocido generosamente.

Al reino de los demonios inferiores aún pertenecen los reporteros vedette que, como monarcas reinantes llegan con un séquito motorizado. No me refiero a las estrellas de cine y televisión habituales, como el actor Pierre Brice que acompañó a Sarajevo un convoy de camiones cargados con vestimenta y víveres, y permaneció sentado todo el día en el hall del hotel en Split, desconocido y triste, porque nadie le pedía un autógrafo o una entrevista. Y eso que había estrenado su papel de Winnetou en la montaña, no lejos de aquí. Me refiero al héroe de Bagdad, el reportero de CNN, Peter Arnett, a quien sus colegas llamaban el ladrón de Bagdad, ya que había eliminado a periodistas de la competencia, denunciándolos a las autoridades iraquíes a fin de poder realizar reportajes exclusivos sobre la guerra del Golfo. No sé si es cierto, porque yo no estaba entonces en Bagdad. Cuando me encontré con Peter Arnett en septiembre de 1994 en Port-au-Prince, él estaba en la cima de su gloria, llevaba un tupé ridículo para verse más joven de lo que era, y hacía vida de salón todas las tardes en el bar del hotel Montana, sorbía cócteles de ron y durante noches enteras narraba sus proezas en Vietnam que le habían valido el premio Pulitzer. Después de una semana de espera en el hotel, Peter Arnett llegó a la conclusión de que la crisis de Haití era un gran bluff y que el gobierno de los Estados Unidos no planificaba una intervención militar. Presuntamente recibía sus informaciones directamente del Pentágono. En la mañana, después de la precipitada partida de Peter Arnett, desembarcaron los US-Marines en el puerto de Port-au-Prince – el reportero vedette había quedado penosamente en ridículo.

Más importantes que los Big Shots (pájaros gordos) son los así llamados Stringer: colaboradores locales anónimos que arriesgan su vida por un salario mínimo. Son literalmente competentes para todo, del arriendo del automóvil al helicóptero, de la máquina de café a la sesión de entrevista. Como no gozan de inmunidad diplomática y ningún grupo de medios ni gobierno los protege, los lores de guerra y los dirigentes políticos desencadenan su furia contra ellos a propósito de los comentarios críticos que aparecen en los medios. Según el lema «la culpa la lleva el mensajero y no el mensaje», numerosos stringers se convierten en víctimas de la violencia que informan. En Bosnia y Chechenia, la tasa de muertos entre colaboradores locales, intérpretes y choferes de periodistas extranjeros era especialmente elevada.

En territorios en crisis o en guerra, héroes y mártires son tan escasos como en la vida normal, pero Nyenati Allison fue para mi un héroe: como stringer de la BBC comentaba por la radio todas las tardes a las cinco, en directo desde la capital Monrovia o de la selva, la guerra tribal en Liberia. Él no hacía ninguna concesión en sus comentarios, pero los combatientes de todos los ejércitos de la guerra civil lo respetaban, pues la World News From Africa de la BBC era la única fuente de información confiable y objetiva del país. Por la ruta a lo largo de la costa que va a Buchanan, los soldados de las Tropas por la Paz Africano-Occidentales ECOMOG nos interceptaron en un puente flotante del camino. «Why did you look at the bridge?», (¿Por qué han mirado el puente?), dijo un nigeriano con cicatrices rituales en su rostro, mientras me apuntaba con su ametralladora cargada. «Next time I break your legs» (la próxima vez le romperé las piernas). Yo quise saber si la amenaza podía tomarse en serio. «Yes, it is» (Sí, así es) dijo Nyenati Allison, y ofreció cigarrillos a los soldados de la ECOMOG. «I recognize your voice» (Reconocí tu voz) dijo el nigeriano riéndose, «you are Nyenati Allison» (eres Nyenati Allison).

Y en lugar de confiscar el micrófono y la grabadora del reportero de radio, como nos había amenazado, le pidió un autógrafo.Como no había alojamiento en Buchanan hicimos nuestro albergue nocturno en la ruinas de una casa saqueada. Afuera se cruzaban disparos, se oían gritos y ladridos que se aproximaban en la oscuridad. «Yo no quisiera cambiar con nadie» dijo Nyenati Allison, y ató el mosquitero alrededor de una columna de concreto. «Yo amo mi profesión».

El equivalente a los arrogantes periodistas estrella son las benéficas almas profesionales, tan penetradas de su misión humanitaria que el mundo exterior se les presenta como un obstáculo para la realización de sus proyectos benéficos. Fronteras de países y de estados, gobiernos y ejércitos, las mismas iglesias y organizaciones humanitarias competitivas son, desde este punto de vista, vallas erigidas artificialmente, que deben eliminarse del camino con rapidez y sin burocracia, a fin de que la ayuda alcance a llegar a los necesitados, aunque la capacidad de iniciativa de ellos se quede en el camino – sin hablar de su cultura tradicional. Es sabido que la distribución gratuita de vestimenta, víveres y medicamentos destruye los procesos de producción y distribución autóctona y degrada a los sujetos beneficiados por la ayuda, al rango de objetos. Es menos sabido que tras el amor de las benéficas almas profesionales, destinado a los humillados y ofendidos, con frecuencia se encubre un desprecio paternalista de los sub-privilegiados, comenzando por sus propios colaboradores que están deficientemente formados, mal pagados e insuficientemente protegidos, arriesgando su vida en territorios en crisis. Hasta qué punto una ayuda mal coordinada llega a ser contraproducente, se pudo ver en noviembre de 1996 durante el éxodo en masa de los refugiados Hutus provenientes de Goma. Los convoyes de camiones, cargados con artículos de ayuda humanitaria, bloquearon la frontera y en la tentativa de abrir el paso aplastaron a muchos niños refugiados que debían recibir esa ayuda. A su vez, durante el verano de 1998 en el sur de Sudán, personas hambrientas fueron heridas y murieron aplastadas por los paquetes de víveres lanzados desde los aviones. A este género de cosas corresponde el bombardeo de convoyes de refugiados durante la guerra del Kosovo, cuando los aviones de la OTAN diezmaron por error a la población civil, que debían proteger ante los ataques serbios – según el lema intemporal del General Westmoreland en Vietnam: «Para salvar Hue, tuvimos que destruir Hue».

Durante una visita a Burundi me encontré con el homólogo masculino de la Madre Teresa, un gurú de la caridad. Él estaba en una recepción de la Embajada en Bujumbara, con motivo de la fiesta nacional alemana -o quizá se trataba de la “fiesta de la cerveza” bávara en octubre- y nosotros hacíamos fila ante el buffet. En honor a ese día había salchichas de cerdo con chucrut. Las salchichas enviadas en el avión del ejército de la República Federal venían exactamente contadas, dos por persona, pues los habitantes de Burundi se morían de hambre. Pese a las indicaciones discretas del personal de la cocina, el hombre benefactor amontonó seis u ocho salchichas en su plato y cuando un cocinero alemán le explicó el reglamento, exclamó furioso que él había hecho tanto bien en su vida que tenía el derecho de comer tantas salchichas como quisiera. Dijo y desapareció en la oscuridad con una copiosa porción en su plato. Aun hoy resuenan en mis oídos las palabras del gurú, cuya voz se puso ronca a fuerza de protestas permanentes, terminando en carraspeo. A veces un buffet caliente o frío es más revelador que la crisis política más peligrosa: a la vista de salchichas de cerdo, perdió el hombre benefactor su compostura, mostrando su verdadero rostro.

Los verdaderos héroes son diferentes: el arzobispo de Monrovia, Michael Francis, por ejemplo, creó un programa para la reinserción de asesinos menores de edad que se desarrolla en tres fases, en este orden: desarme, perdón y rehabilitación. En una ceremonia que se desarrolla bajo la dirección de uno de los más ancianos del pueblo, sacerdote o mullah, el asesino adolescente, a fin de ser reintegrado en la comunidad, es castigado con una paliza por los parientes de sus víctimas –los criminales lo prefieren así, señala el arzobispo Francis, al que se le asoman zapatillas Adidas debajo de la sotana. Yo quiero saber que va a pasar con «Rebel King», un ex alumno de la misión de alrededor de veinte años de edad, cuya conciencia carga con cientos de personas, entre ellas dos monjas italianas, que se dice, torturó a muerte. «Como ciudadano exijo una pena severa, señala el arzobispo Francis, pero como cristiano rezo por el bien del alma de Rebel King.»

El padre Mario, un sacerdote salesiano italiano que encontré en el sur de Sudán, es quien más me ha impresionado. El fanático de Cristo estaba parado con los brazos abiertos delante de las ruinas de su iglesia destruida por segunda o tercera vez por lo fundamentalistas islámicos. Cada vez, él había abandonado Sudán por instrucción de sus superiores, poniéndose a seguridad en Roma y volviendo después a Sudán con el propósito de reconstruir la iglesia con sus propias manos. Sólo el muro externo detrás del altar había quedado en pie. Los miembros de la parroquia habían pintado frescos sobre el ábside, donde estaba representado San Juan Bautista en el desierto. Como no tenían pinceles ni pintura, habían mezclado la tierra roja a base de laterita con agua, pintando con sus manos sobre el muro blanqueado a la cal: como los hambrientos en el sur de Sudán, Juan Bautista se alimentaba de saltamontes mientras a su alrededor pastaban  cebúes.

Yo le pregunté si no temía por su vida. Mi italiano o el inglés del padre Mario debe haber sido tan deficiente que hablábamos desesperadamente sin comprendernos. «Si usted quiere comer pasta fresca, dijo riéndose, vaya donde la hermana Gabriela a Gogrial.¡Ella prepara los mejores spaghetti de todo Sudán!» Un cameraman de la RAI, la cadena de televisión italiana, que filmaba la escena se palpaba la frente con la punta del dedo. «Padre Mario perdió la razón, me susurraba al oído. ¡No es asombroso después de cuarenta años en este país!»

 

Laocoonte o sobre los límites del periodismo y la literatura (IV)*

 

«Como los redactores saben que muchos lectores sólo leen las primeras frases de un artículo, la lengua que se emplea en nuestro periódico es concisa y precisa, por lo cual las informaciones más importantes y actuales se agrupan al inicio del artículo. Nuestros reporteros reúnen las informaciones y las envían a la central del Time en New York, donde se elaboran bajo la forma de un memorándum. En seguida el texto es rescrito por varios autores para concluirlo como artículo al estilo del Time, donde se prefieren verbos activos, frases cortas y certeras. A veces un artículo contiene también pasajes que sugieren al lector lo que él debe pensar del contenido, pero finalmente es el redactor jefe quien se reserva el juicio sobre ello.»

«El periodista que investiga con perseverancia, hablando con la gente, aprendiendo a conocerlos en su trabajo colectivo o en su actividad social, observando y analizando los procesos, trama una relación estética con las personas y los acontecimientos. Ésta se caracteriza por el hecho de abarcar la personalidad entera en pensamiento y sentimiento, sobre una base que implica aprobación y concordancia. (…) En ese sentido se recomienda exigir que la personalidad del periodista que ésta esté marcada por la filosofía marxista-leninista, a fin de realizar la política de partido de la clase obrera y de persuadir a los lectores de los fundamentos de esta política.»

Dos definiciones de trabajo periodístico diametralmente opuestas, pero que se corresponden como en un espejo: realismo capitalista y realismo socialista, venidos de EEUU y de la RDA de los años ‘80. Si se hace una abstracción de los diferentes contextos ideológicos, las dos declaraciones concuerdan en un punto central: el escamoteo de la realidad sensible y tangible tal como es aprehendida por la vista, el oído, el olfato, y que aniquilada por una interpretación prefabricada, no aparece más que como un factor de interferencia o como arena en el mecanismo. Estas prescripciones no ayudan al reportero en su trabajo en terreno, al contrario, le obstruyen la mirada, impidiendo el asombro elemental que inspira la realidad, totalmente diferente a como aparece en sus divulgaciones ulteriores, ya sean en uno u otro punto de vista ideológico. El siguiente texto se encuentra en una tumba de la dinastía Han, escrito por un estratega militar chino; siendo de una actualidad sorprendente, confirma las experiencias que más de dos mil años más tarde yo he tenido en Sierra Leona, Camboya y Chechenia, donde soldados hambrientos limosnean a los periodistas, cigarrillos, aspirinas o cassettes de música:

«El general debe tratar a sus soldados como a bebés, cuidarlos como a niños regalones, respetarlos como a profesores honorables y pisarlos despiadadamente como a la tierra y el pasto. (…) Cuando la orden está dada para ir al combate los soldados lloran. La ropa de los soldados sentados está empapada de lágrimas, a los soldados acostados les corren lágrimas por sus mejillas. (…) El general debe estar en condiciones de engañar a oficiales y soldados de tal manera que ellos ignoren todas las maniobras del ejército. Él les ordena a sus tropas partir al frente en una fecha determinada y les corta la retirada como si hubiese quitado la escalera después de escalar el muro. Él deja quemar las naves y romper las vasijas de campaña, conduce a sus soldados por aquí y por allá, como a un rebaño de ovejas, así ninguno de ellos sabrá adonde debe ir.»

Bertolt Brecht se habría alegrado por estas frases que recuerdan al refrán del cabaretista Karl Valentin, diciéndole a los soldados ante el combate en su dialecto bávaro: «Furcht hams, blass sans!» (¡Ellos tienen miedo, ellos están pálidos!), indicación que el joven Brecht utiliza en su puesta en escena de Eduardo II de Shakespeare. El teórico militar Sun Bin, de quien proviene esta cita, sabía de lo que hablaba, pues no observaba las guerras tan sólo a buena distancia. Él vivía en la época de los «reinos combatientes», alrededor de 350 a.C. y era discípulo del estratega Sun Tzu (también escrito como Sun Wu), con el cual fue confundido más tarde y muy apreciado por Mao Tse-tung. El general en jefe de Wei, sabiendo que Sun Bin era intelectualmente superior, le hizo quebrar las rótulas y tatuar la cara, para impedir que el soberano de Wei lo recibiera en audiencia. Pero el enviado del reino Qi reconoció el talento de estratega de Sun Bin, lo escondió en su carruaje y lo llevó escondido a Qi, cuyo rey quería nombrarlo como general. Entonces Sun Bin dijo: «Un discapacitado torturado no es apropiado para ser general», y fue nombrado como consejero militar. Sentado en un carruaje, cubierto por un telón, le impartía consejos al soberano del reino Qi: «Quien desea resolver una querella, no debe implicarse en ella; quien intenta deshacer un nudo enredado, no debe tirar del hilo sin reflexionar.»

 

«No mencione mi nombre», dijo Monsieur Dupont de Montauban que desactiva minas en los alrededores de Siem Reap, antigua villa real de Camboya. «Escriba mejor sobre nuestro chef de section Suong Van, padre de cinco niños que arriesga su vida todos los días por cien dólares al mes, a fin de liberar a Camboya de sus minas. Es a gente como Suong Van que deberían dar el premio Nobel de la Paz y no a cualquiera de los filántropos europeos o americanos que nunca han tenido una mina entre sus manos y no saben distinguir una MD 82 B de una T 72 A.»

Estamos en la cima de Phnom Krom, una altura que domina la planicie del lago Tonle-Sap y que fue conquistada sucesivamente por las tropas del dictador Lon Nol, los Khmer Rojos y el ejército vietnamita. Todos ellos colocaron minas, que no están indicadas en ningún mapa -no por mala intención, si no por descuido-, sobre la pendiente entre las exuberantes malezas. Por el momento, la colina está tomada por los soldados del gobierno democráticamente elegido del vice-primer ministro Hun Sen; y para protegerse de posibles ataques ellos han vuelto a minar sus posiciones. Delante de la pagoda que data del siglo XI han emplazado baterías de defensa antiaérea y ametralladoras, cañones que apuntan al lago que se evapora por el calor, como si de allí pudiese esperarse un ataque de los Khmer Rojos. Un soldado en calzoncillos de color kaki enciende una pipa de hachís y observa las ruinas de la antigua ciudad real Ancor Vat, en la penumbra, entre la bruma, mientras un gong llama por la oración matinal a los monjes del monasterio budista vestidos con sus togas color azafrán.

«Hay dos maneras de eliminar las minas», dice Monsieur Dupont, que ha desactivado con su equipo 315.066 minas durante la guerra del Golfo y ha perdido «sólo» a dos colaboradores de Kuwait que desatendieron las reglas de seguridad: «De lo contrario ambos estarían aún con vida», añade moviendo la cabeza. «Los ingleses y americanos hacen estallar las minas; nosotros franceses preferimos el método tradicional y las desactivamos a mano.» Yo pregunto si Monsieur Dupont tiene familia en Francia, si su señora se preocupa por él. «Para no preocuparse, ella tendría que haberse casado con un fontanero. Sin embargo, yo también soy una especie de fontanero y, como usted ve, aún conservo ambas piernas y cinco dedos en cada mano.» Monsieur Dupont dibuja líneas en la arena con un bastón. «Los vietnamitas eran profesionales», añade a guisa de explicación. «Ellos sabían muy bien emplazar un cinturón de minas.Los Khmer Rojos hicieron una labor chapuceada, pero sus minas eran un elemento especialmente traicionero pues estaban esparcidas a la orilla de caminos y en los arrozales. –Cuando un búfalo o un niño pisa una mina, procedemos de la misma manera. Le preguntamos a los habitantes qué caminos son viables y conducimos nuestra ambulancia lo más cerca posible de la zona de peligro. Después penetramos centímetro por centímetro en el terreno minado. El Défricheur despeja la maleza sin rozar el suelo delante suyo. El Détecteur registra con un detector de metal el terreno despejado y el Sondeur introduce una sonda en las partes donde el detector registra un objeto sospechoso, aunque se trate de un casquillo o de una lata de conservas vacía. Como en una excavación arqueológica, cada centímetro cúbico de tierra es tamizado, hasta que todas las partículas de metales han sido apartadas. Recién ahí el tramo de terreno es declarado viable.»

Mientras Monsieur Dupont explica el trabajo de su equipo, su chef de section Suong Van deja al descubierto un MD 82 B vietnamita y, a buena distancia de nosotros, desatornilla el detonador. La cápsula de plástico verde se ve inofensiva como una polvera o un trompo para niños, pero puede matar a personas. Hay 40.000 víctimas de minas antipersonales en Camboya y cada mes se añaden 200 más, cruelmente mutiladas por minas dispersas en todo el país, cuya cifra nadie conoce. Según las declaraciones de la ONU, serían hasta diez millones; el gobierno de Phnom Penh habla de tres a cuatro millones. A diferencia de Kuwait que quitó todas las minas colocadas durante la guerra del Golfo en un tiempo record, al no percibir más ingresos por el petróleo, Camboya no dispone de recursos necesarios para desactivar las minas; cada mina retirada por un experto es reemplazada por una nueva de parte de los beligerantes. Pese a los reclamos internacionales, ejército e insurgentes no están dispuestos a renunciar a este medio de combate. Recientemente, partidarios del primer ministro Ranariddh, destituido por Hun Sen, se jactaban de querer minar de nuevo el territorio fronterizo de Tailandia. «¡Ha perdido usted la razón!» grita Monsieur Dupont, arrancándome de las manos la cápsula de plástico cuando, sin pensar, intento introducir el detonador en la apertura prevista –¡de este modo yo habría reactivado la mina!

Rodeado de niños mendicantes volvemos a nuestro jeep estacionado en la ribera del lago. Casas sobre pilotes (palafitos) y barcos vivienda, gallinas que escarban el suelo, patos contoneándose y cerdos que hunden el hocico en el lodo. «La gente acá es muy pobre», dice Monsieur Dupont, mientras reparte bombones a los niños: «Los Khmer Rojos masacraron a muchos pescadores porque eran oriundos de Vietnam. Durante el periodo de sequía, no tienen nada que comer y roban todo lo que se les cruza en el camino. Utilizan los letreros de advertencia colocados por nosotros, “Danger Mines!”, como palas; el cordón que prohíbe el paso a la zona de peligro, como sedal para pescar, y extraen la pólvora de las minas para cazar pájaros y conejos. Siempre se producen accidentes. Hace poco, un hombre que asaba una serpiente en medio de un campo de minas fue herido gravemente. Por suerte nuestra ambulancia estaba cerca y pudimos asistirle con primeros auxilios.»

Dos horas más tarde me encuentro en el hospital de Siem Reap, a la cabecera de la cama de un hombre de 46 años, al que una mina le arrancó el pie derecho. Se llama Sapal y viene del pueblo Srepo, donde pisó una mina al borde del camino. Fue transportado herido en una carreta de bueyes durante tres días y al llegar al hospital se le tuvo que amputar el pie debido a la gangrena. No podrá volver a caminar pues su pierna izquierda también fue impactada por el proyectil quedando rígida. La mujer de Sapal está sentada al borde de la cama, ahuyenta con un abanico las moscas que zumban alrededor del vendaje sangriento que envuelve el muñón de su pierna. Le pregunto quien ha colocado las minas –¿los soldados de gobierno, los Khmer Rojos o las tropas vietnamitas? La mujer de Sapal se encoge de hombros y su marido sacude la cabeza en silencio: no sabe ni tampoco le interesa.

«Es más eficaz enfermar al adversario que matarlo», dice Monsieur Dupont. «La víctima de una mina necesita un promedio de seis personas para su cuidado. Así las fuerzas enemigas se inmovilizan y, a diferencia de lo que ocurre con las bombas, ningún edificio se destruye. Las minas antipersonales son las armas nucleares de los países pobres.»

Comprendo recién la cínica verdad de este comentario al visitar el taller de Handicap International, anexo al hospital, donde las víctimas de minas tornean las prótesis bajo la dirección de cooperadores de desarrollo. Lon Sok Pheak, un soldado del ejército gubernamental, ignoró la regla fundamental de que jamás se debe apresurar en acudir a socorrer un herido, aunque éste grite a todo pulmón. En la tentativa de salvar a su camarada, él mismo pisó una mina que le mutilo sus pies y en el hospital le amputaron ambas piernas a partir de la rodilla. El joven de 21 años recibe 65.000 riel, apenas 20 euros al mes, y sólo se puede desplazar penosamente por medio de un carrito construido por él mismo.

«Por favor no escriba nada sobre minas», me dice el redactor jefe del semanario alemán que me envió a Camboya. «Ya tratamos ese tema. Usted nos debía comentar del estado de espíritu de la gente de ese país después de treinta años de guerra civil. En lugar de ello, usted escribió una historia sobre los buscadores de minas. Es lo mismo que si usted volviera del Ártico con un reportaje sobre los pingüinos. –Los pingüinos son de la Antártica, no del Ártico.»

«Por supuesto, tiene razón. Hay algo que yo siempre le he querido preguntar: ¿usted nunca ha tenido miedo?»

La respuesta prefiero guardármela, pues dura más de diez segundos y sobrepasa el marco de una conversación telefónica. Sí, al partir hacia lo desconocido, el miedo se apodera de mí; pensar en el peligro que me espera en Bosnia o Chechenia, Ruanda o Camboya, me ha deparado más de una noche de insomnio. Es el miedo de la infancia ante lo inasible e incomprensible que acecha en la oscuridad. Los consejos bien intencionados de los colegas en el sentido de portar siempre un chaleco de antibalas y, jamás abandonar la huella de los neumáticos al descender de un auto, ya que las zanjas podrían estar minadas, nunca ayudaron a disminuir este miedo – por el contrario. Pero al llegar, este temor se disipa, como ocurre con el miedo a volar una vez que se está en la máquina. A mí mismo me sorprende hallarme tan frío y tranquilo. Incluso en medio de los silbidos de las balas, nada puede alterar mi serenidad. Ya sea por necedad o falta de imaginación

-equivale a lo mismo-, no he podido establecer una relación entre mi persona y los muertos o heridos que se me ofrecen a la vista. No he podido o no he querido imaginar lo que significa ser impactado por una granada o una bala, a pesar de ver a las víctimas ahí mismo. Tal vez detrás de eso se esconde una especie de superstición o la ilusión de ser invulnerable. Solamente horas después de las masacres, de las cuales fui testigo, primero en Haití y después en Ruanda, me temblaban las piernas y me producía náuseas pensar con qué facilidad me podía haber impactado una bala de fusil o un golpe de machete.

El peor de los miedos me venía ante la perspectiva de regresar a casa, ante las indefensas preguntas de amigos bien intencionados, ante la reacción del redactor jefe del periódico que me envió a la región en guerra. El enemigo más peligroso de un corresponsal de guerra no son los mosquitos que transmiten enfermedades contagiosas, ni las minas escondidas al borde del camino, no son los soldados o insurgentes que de manera arbitraria disparan a los periodistas, sino los redactores de los medios de comunicación para los que uno trabaja. He aquí un ejemplo.

Ludwig Thoma tenía la misma fisonomía que imagino al escritor homónimo, un bávaro ‘bon vivant’ que amaba la comida y la bebida. En vez de escribir farsas sobre niños revoltosos, realizaba reportajes para un canal de televisión privado sobre la guerra civil en la ex-Yugoslavia, guerra que vivenció y comentó desde la separación de Eslovenia, es decir, desde el comienzo. Hallándose casualmente en el momento y lugar en cuestión, se transformó involuntariamente en experto del caso de Yugoslavia, ascendiendo a senior war correspondent, encabezando la corresponsalía de guerra en su emisora y en los medios de comunicación alemanes en general, sin colegas de la competencia. Lo conocí en junio de 1995 en un hotel de Split, frecuentado por los periodistas, mientras consultaba a varios equipos de televisión en busca de un motorizado que me pudiese llevar a Sarajevo, cercado por el ejército serbio. Thoma se declaró espontáneamente dispuesto a llevarme en su coche. En compañía de su camarógrafo polaco, un ingeniero de sonido y una intérprete, había recorrido en su Land Rover todas las repúblicas de la antigua Yugoslavia, y trató de disuadirme del viaje a Sarajevo pues la artillería bosnio-serbia atrincherada en el monte Igman disparaba expresamente a los periodistas. Mientras recorríamos Bosnia en zigzag, pasando por fincas incendiadas y mezquitas bombardeadas, me iba narrando la génesis del conflicto, que él conocía en detalle y por eso se le hacía más difícil tomar partido; síndrome conocido como clientelismo, con el que frecuentemente me encontré en las regiones de guerra. Thoma no le temía a las barricadas emplazadas en la ruta por soldados armados, que él engañaba hábilmente con maniobras -o entregándoles cintas de video vírgenes- ni siquiera temía a los comandos de asesinos del Ejército Nacional Croata con sus uniformes negros. Lo que le producía dolores de estómago y noches de insomnio era el fatigoso ‘tira y afloja’ con su redacción, a la que llamaba por teléfono satelital dos veces al día para grabar sus reportajes y recibir instrucciones. La cadena, para la cual Thoma trabajaba, tenía mala reputación a causa de la superficialidad de su programación, compuesta de concursos con mujeres con los senos desnudos, interrupciones con spots publicitarios, todo esto en medio de las imágenes de guerra que ahí surtían efecto de cuerpos extraños. La tendencia era reducir en lo posible los reportajes sobre la antigua Yugoslavia o suprimir el noticiero nocturno por completo. Como periodista competente, tanto en historia como en política, Thoma tenía la sensación de lanzar perlas a los cerdos, y arriesgar su vida inútilmente por reportajes que aburrían a sus superiores y que a nadie en su país le interesaba ver. «Estoy harto de esta farsa»,gruñía furioso para sí mismo. Uno podría decir que sobre el campo de batalla de la guerra civil yugoslava, él llevaba una guerra personal, que demandaba toda su fuerza, contra sus empleadores. Aunque no tomaba partido –ante sus ojos todos aquellos que participaban en la matanza, tenían un cargo de conciencia–, simpatizaba con los habitantes de Belgrado, quienes, -desde una mirada parcial por los medios de occidente-, estaban puestos en la picota. Más absurdo me pareció, cuando escuché por la radio que al inicio de la guerra del Kosovo, Ludwig Thoma había sido arrestado por las autoridades yugoslavas como presunto espía de la OTAN. Eso fue en la primavera de 1999. De la noche a la mañana aquel periodista lacónico y esquivo de la publicidad, se hizo famoso y fue festejado como un héroe por los medios de comunicación. Después de una detención de varias semanas, con interrogatorios de veinticuatro horas, que agravaron su enfermedad del estómago, fue liberado gracias a una intervención diplomática y trasladado a Munich en un avión de la Bundeswehr, donde le esperaba una desagradable sorpresa: Cuando descendió del coche, a la orilla del Ammersee, confirmó que su yate, comprado con el dinero de corresponsal de guerra –el único lujo que Thoma poseía- había tocado fondo en el puerto. El bote había recalado y todo los esfuerzos por remolcarlo al dique seco fracasaron. Eso, me dijo Ludwig Thoma al teléfono, fue peor que todos los interrogatorios de la Seguridad del Estado yugoslavo.

Yo comprendo su reacción pues el más pequeño trastorno del equilibrio interno turba la percepción del mundo exterior o, como dice Zarathustra de Nietzsche: «La vida es una fuente del gozo; pero aquel que se expresa por boca de estómago indigesto -padre de toda aflicción- todas las fuentes están envenenadas.» Yo comprobé conmigo mismo la veracidad de esta frase.

El 9 de febrero de 1998, a las siete de la mañana, subí a un bus que debía llevarme de Argel a Sidi Hamed, un pueblo cerca de Blida que había adquirido triste reputación después de una masacre perpetrada por fundamentalistas argelinos. Había dormido mal y tenía frío. Pese a las temperaturas primaverales al aire libre y a la bufanda de lana que me había enrollado al cuello, yo chupaba pastillas para la tos y debía sonarme la nariz -de la que goteaba una verdosa mucosidad- cada dos minutos. Por suerte traía conmigo suficientes pañuelos de papel. Algo me había enfermado: quizás el virus de la gripe había sido esparcido por el aire acondicionado del hotel El Djazair o por el viento que soplaba nubes de polvo seco en las calles de Argel. Podía ser la desolada atmósfera de esta ciudad, aterrorizada por bandas de asesinos, en la que no podía dar un paso sin la vigilancia de la policía y del ejército –según decían-, por mi propia seguridad. Los periodistas que abandonaban el hotel sin autorización, eran perseguidos por policías como a criminales aprehendidos en un delito infraganti y, bajo custodia severa, devueltos al hotel. Contrario al año anterior, casi todas las mujeres andaban cubiertas con un velo y los pocos cafés y restaurantes que no habían cerrado por temor a los atentados de bombas, estaban poblados de barbudos fumadores compulsivos que, sentados durante horas delante de una taza de café, hojeaban periódicos, en los que fuera de las declaraciones oficiales no había gran cosa para leer. «ALGÉRIE – GUINÉE 1 : 0», decía el titular de El Watan esta mañana – pudo haber sido también El Moudjahid. Al lado de una foto tramada de grano grueso del presidente de la República de Níger que venía en una visita amistosa a Argel, se podía leer que órganos de seguridad habían eliminado en la cercanía de Blida a 44 terroristas, entre los cuales había varios emires: así les decían sus adversarios a los comandantes del ejército del GIA y del Frente Islámico de Salvación, FIS.

Lo que me enfermaba era la sensación paralizante que me producían las mentiras que me contaban todos con quienes hablaba – desde el taxista y el garzón del café hasta los políticos de gobierno y oposición. El vocero de prensa del ejército me hacía esperar vanamente, día a día, para escuchar que mi petición de conversar con los sobrevivientes de una masacre, debía ser examinada por las autoridades competentes. De repente, aquella mañana, llegó el momento; el bus ocupado por los representantes de los medios partió zumbando, escoltado por vehículos militares y automóviles policiales con baliza y aullidos de sirena, por el sentido contrario de la autopista, pasando por nuevas construcciones sin terminar y por cauces de hormigón llenos de carrocerías de autos oxidados. Un pastor con su albornoz agitado por el viento atravesó la carretera mientras guiaba un rebaño de ovejas y el bus frenó chirriando; las ovejas se empujaban unas a otras, atemorizadas, mientras nuestros acompañantes uniformados cargaban sus armas por temor a una emboscada – en francés faux barrage, falsa barricada, tendida por terroristas islámicos. En el triángulo de la muerte –así se llama en jerga periodística la fértil planicie costera entre Argel y Blida– florecían cerezos, olivos y naranjos que se cubrían de hojas de un verde lleno de savia, en medio de las relucientes frutas amarillas, el viento fresco del invierno acercaba y hacía palpable las cimas nevadas del Atlas. La belleza de la naturaleza ofrecía un asfixiante contraste con la miseria de las personas, como siempre, me propuse visitar nuevamente la región una vez terminada la guerra, cuando el bus se detuvo en Sidi Hamed.

Durante el banquete que anuncia el último día del Ramadán, desconocidos habían asaltado el pueblo situado en la loma de la montaña y masacrado a 151 hombres, mujeres y niños al interior de sus casas. También habían muerto dos terroristas que, rociados con bencina, fueron quemados vivos por los «patriotas» – así se llamaba el ejército de autodefensa del pueblo en las declaraciones oficiales. Entre ambos extremos, el ejército había hecho tabula rasa. Como siempre la masacre comenzó con un apagón. Cuando los asesinos entraron en acción, los habitantes del pueblo estaban cenando en una oscuridad profunda. Noventa minutos más tarde todo había terminado. La exactitud de la planificación del asalto era sospechosa; su precisión de relojería, desde la explosión del poste de alta tensión hasta la retirada de los agresores, que antes de escaparse a la montaña habían minado casas y lanzado bombas incendiarias en el cine repleto de personas donde se exhibía una copia pirata de Titanic. Lo que volvía el asunto aún más sospechoso, era que el ejército, alertado por los habitantes del pueblo, había renunciado rápidamente a la persecución de los fugitivos, so pretexto de que les era imposible distinguir si era un amigo o un enemigo en la oscuridad. En vez de eso, a la mañana siguiente, la aviación lanzó cohetes aire-suelo sobre una base de abastecimiento de los terroristas en la proximidad de Mefta.

Ninguno de los testigos y sobrevivientes quiere o puede dar información sobre el motivo del ataque y la identidad de los terroristas. Un hombre viejo, que trabajó de albañil en Chicago me aparta para un lado y me susurra en inglés que él sabe quienes son los agresores; uno de ellos sería natural del pueblo vecino. Al ver que se aproxima un policía de civil, interrumpe la conversación y me pide que envíe de su parte saludos a su hijo que trabaja en Alemania.

Aunque se hubiese sabido que el ejército o el FIS eran los responsables de la masacre, eso no habría cambiado nada ante el horror que sentí al ingresar a las casas de muros en construcción, donde numerosas familias de origen cabil vivían en un espacio extremamente reducido. Sidi Hamed es un pueblo pobre, no quedó más que una tierra quemada, el pilar de una puerta calcinada de donde colgaba un atado de corontas de maíz quemadas, un reloj mural perforado por las balas que se detuvo poco antes de las diez, al momento de la masacre. Una alfombra carbonizada sembrada con cuadernos escolares despedazados, fotografías a color de un calendario y suras del Corán, pinzas para el pelo, pulseras y, como siempre, zapatos de niños. Frazadas arrugadas, impactos de balas y huellas de granadas en los muros blanqueados a la cal. Lo que parece barniz negro o alquitrán es sangre coagulada. Lentejas secas y macarrones crujen debajo de mis suelas. Me agacho y recojo de la ceniza una cadena de perlas, no son legítimas, sino artificiales, debió pertenecer a una pequeña niña que la llevaba en su cabello o alrededor de su cuello. Al lado hay un pato de plástico amarrillo, al recogerlo del suelo me produce un chillido en la mano. «Eran 70 agresores», dice Miched Zerrouk, un desempleado de 35 años, que perdió a su mujer y a su hija Aída, de diez años, en el ataque. El menor de sus hijos, Djelal, fue impactado en el ojo por una granada, la abuela murió por el shock. De los 22 miembros de esta gran familia, sólo siete sobrevivieron a la masacre. «Estamos todos traumatizados», dice la profesora del pueblo al conducirme a través del cementerio a las tumbas recién cubiertas; aún no llevan los nombres, están consecutivamente numeradas. «Tenemos miedo que la masacre se repita.» – «Ellos violan a nuestras mujeres y raptan a nuestras hijas para que sirvan de esclavas sexuales de los emires. Los islamistas llaman a esto Mariage de plaisir (Boda de placer). Yo me defenderé contra estos salvajes hasta la última gota de mi sangre», grita Abbed Mohammed, de 73 años, veterano de la guerra de la Independencia, que confiesa haber matado a once terroristas en Sidi Moussa. «No le crea nada», dice el albañil de Chicago que me siguió por el cementerio. «El ejército ha organizado el asalto para desacreditar la FIS. Por favor no mencione mi nombre, si no tendré problemas.» – «They don’t care about people», añade en inglés, «just power and money.» (A ellos no les preocupa la gente, sólo buscan el poder y el dinero.)

Yo estaba estupefacto ante el océano del dolor, cuyas olas reventaban desde todas partes hacia mí, pero lo más deprimente era que durante mi jornada por Sidi Hamed, yo estaba permanentemente preocupado por mi nariz goteante, con terror advertí que mi provisión de pañuelos de papel llegaba a su fin. La percepción interior había suprimido la percepción exterior, la picazón en la garganta y las palpitaciones en las sienes dominaban todo lo demás. Me sorprendí en mi pensamiento herético, al parecer, mi resfrío era más grave que la miseria de la gente que me rodeaba. Retrospectivamente me parece que detrás de esta reacción falsa y casi absurda, se escondía una especie de autoprotección justa, gracias a la cual me podía proteger del peligroso mundo exterior.

«Política en una obra literaria es como un disparo de pistola en medio de un concierto, una cuestión grosera, al que, sin embargo, no es posible quitarle su atención», escribe Stendhal en La Cartuja de Parma y prosigue: «Nosotros hablaremos solamente de cosas muy viles que, por más de una razón, intentamos callar; pero estamos obligados a abordar acontecimientos que aquí corresponden porque son para el teatro, el corazón de los personajes[34].» El pasaje citado es revelador desde varios puntos de vista: tematiza la irrupción de la política en la literatura y, no por casualidad, recuerda a la frase sospechosa de André Breton, que dice que dispararle a la muchedumbre al azar sería un acto artístico. La Cartuja de Parma combina dos modelos narrativos que hasta entonces habían existido estrictamente separados el uno del otro: la novela romántica, una historia de capa y espada, que, como Carmen o El Conde de Montecristo, se desarrollan en países mediterráneos de carácter exótico o entre gitanos, y la crónica política de la historia contemporánea, desde la Revolución Francesa hasta la derrota de Napoleón.

Cada uno de estos discursos era suficientemente conocido y no suscitaba interés. Sin embargo, al mezclarlos reaccionan como dos productos químicos, y aunque sea cada uno inofensivo, surte de su combinación un efecto explosivo. Como elemento detonador destruyó la estructura de género literario tradicional, contribuyendo a la irrupción de un nuevo tipo de novela – la novela contemporánea que reemplazó el Bildungsroman, la «novela de formación» pedagógica. Ya en los primeros capítulos, Fabricio, el hijo de 16 años de una noble familia italiana que no entiende nada de historia ni de política, asiste a la batalla de Waterloo y ve aquellas «cosas muy viles» a las cuales no purde «quitarle su atención»:

«La cara de Fabricio, muy pálida por naturaleza, adquiere un tono verdoso fuertemente pronunciado; la cantinera, después de haber examinado al muerto, dice como hablando consigo misma: <Éste no es de nuestra división.> Después alza la vista hacia nuestro personaje y estalla en risas. (…) <Acércate>, le dice la cantinera a Fabricio. <¡Desciende del caballo! A esto te tienes que acostumbrar. Sí, a éste le dieron en la cabeza.> Una bala que había penetrado al lado de la nariz, había salido por la sien opuesta, desfigurando el cadáver de una forma repugnante; lo había dejado con un ojo abierto.

<Desciende pues del caballo>, le decía la cantinera, <y dale un apretón de mano, para ver, si él te la vuelve a apretar[35].>»

Como Pierre en La Guerra y la Paz, novela de Tolstoi, que también narra las guerras Napoleónicas, Fabricio es un civil que, salvo en la caza, nunca ha tenido un arma entre sus manos; él yerra como una gallina ciega en el campo de batalla de Waterloo sin comprender en el peligro que se encuentra. Sólo posteriormente deduce el significado de aquello que ocurrió en torno suyo:

«Unos instantes después, Fabricio vio delante suyo, a veinte pasos un campo sin arar que había sido revuelto de una extraña manera. Los surcos estaban llenos de agua y pequeños trozos negros de tierra muy húmeda se lanzaron tres a cuatro pies hacia arriba. Pasando a caballo, Fabricio observó este extraño proceso. Escuchó a su lado un sordo grito: dos húsares cayeron impactados por las balas; y cuando quiso dirigirles la mirada, la escolta había avanzado veinte pasos. (…) Se dijo a sí mismo, bueno, entonces estoy por fin en medio del fuego. Olí de la pólvora. Ahora soy un verdadero soldado. (…) <Es la primera vez, que me encuentro en una batalla>, le dijo al guardia. <¿Pero es ésta una batalla verdadera?>

<Como quien dice. ¿Pero quién es usted[36]?>»

Para un autor no se trata solamente de mostrar con ayuda de técnicas de distanciamiento, la realidad de la guerra que Stendhal no sólo conocía de oídas – como oficial de Napoleón había participado en numerosas campañas. Se trata de aquello que Georg Lukács caracterizó en su ingeniosa obra de juventud Die Theorie des Romans (La teoría de la novela), como incongruencia del mundo y del alma: El alma del protagonista puede ser más estrecha o más amplia que el mundo exterior – las dos no coinciden jamás, esta desilusión es una experiencia fundamental del arte y de la literatura modernas. Mirándolo así, el protagonista de Stendhal, Fabricio, tiene más parentesco con Werther que con Wilhelm Meister, y es más próximo a Don Quijote que a Fausto, cuya aspiración tendía siempre hacia una meta definida:

«Él tiene que ser un aventurero. Pero (…) el mundo en el que se halla, no está solamente lleno de vida, si no que resplandece precisamente de aquella vida que en él se activa, en cuanto esencia única. De esta incomprensión del mundo surge pues la intensidad de su grotesca manera de proceder tan pronto al abordarlo: el reflejo de la idea se disipa ante el rostro enajenado del ideal petrificado. La verdadera esencia del mundo como tal, su orgánica[37], adquiere más allá de las ideas y en defensa de su existencia su correspondiente posición reinante por sobre todo lo demás.»

Esto es más que una filosofía práctica de Bergson o un hegelianismo de segunda mano – la teoría literaria se transforma en una finalidad en sí, en l’art pour l’art.

El viaje a una región en guerra se parece a una escala de Richter abierta, no hacia arriba, sino hacia abajo. Sin embargo, de otro modo que en Dante, el descenso al infierno comienza por el ascenso al paraíso. En el avión, cada pasajero es un privilegiado, mimado por la azafata aérea con comidas y bebidas, pero también hay escalafones: de la primera clase a Business (para gente de negocios) y a la económica; desde vuelos charter hasta el avión militar, repleto con cajas y sacos amarrados en lona que, en lugar de asientos confortables, sólo tiene redes y cinturones, donde los civiles se enredan al igual que paracaidistas inexpertos. Eso continúa con el helicóptero de combate que pasa como un trueno, a baja altura, por encima de un campo de hielo, mientras el fotógrafo suizo Urs Möckli se inclina por la escotilla abierta para fotografiar un pingüino emperador – su vida pende de mis puños apretados alrededor de sus tirantes. O bien el piloto de la selva noruego Hans Hansen, cuyo avión Cessna roza las copas de los árboles en las cimas de los bosques vírgenes, mientras extrema la velocidad hacia una planicie montañosa llamada tepui y sólo vira en el último segundo, para mostrarme al pasar las inscripciones grabadas en la roca por los indígenas precolombinos. Estoy sentado tras él, pálido de terror, apretado entre los bidones llenos de kerosén, al igual que una bomba de tiempo, porque como no hay gasolinera en la selva, Hans Hansen la transporta en el cockpit.

Pero el individuo más extraño era Dale Lee Roark, norteamericano de ascendencia indígena, que como piloto con experiencia de vuelo en la selva, se adapta a este tipo de aventuras. El vivía en la reservación Cheyenne de Oklahoma – por razones fiscales, me decía él. Dale había comprado en Ucrania, por un precio irrisorio de 100.000 dólares, un avión de carga Antonow y, junto a Sacha, su copiloto ruso, lo había conducido de Kiev a Kenia. Yo lo vi por primera vez en la primavera de 1997, en Goma, ciudad de Zaire, donde Sacha me explicó que el vodka era el mejor remedio contra el Sida, una enfermedad de moda, que sólo afecta a los Occidentales ‘debiluchos’; los rusos estarían inmunizados contra la epidemia. Más tarde, volví a encontrarlos a ambos en Kisangani, al interior del Congo: los insurgentes en combate contra Mobutu los habían enrolados como pilotos para transportar  en vuelo a su jefe Kabila por África, adonde él quisiera. En agosto de 1998, reencontré a Sacha y a Dale en Kenia, en el campo de base de las Naciones Unidas en la ciudad fronteriza de Lokichokio. Habían ganado una fortuna con los vuelos charter organizados, para abastecer a la población hambrienta en el sur de Sudán.

48 horas más tarde aterrizaba su deteriorada máquina Antonow 28 sobre una pista remojada por la lluvia en Rumbek, en el centro de la región donde se concentraba el hambre y, en la que debilitado por la fiebre y la diarrea, yo esperaba poder trasladarme en avión a Lokichokio. Los pasajeros tuvieron que echar una mano y abrirse paso por los charcos, hundiéndose hasta las rodillas, para limpiar la pista inundada por el agua de la lluvia y del barro; bajo un calor de plomo despejamos con palas el tren de aterrizaje hundido en la losa, y reunimos todas nuestras fuerzas para empujarlo de vuelta a la pista. Sólo al tercer o cuarto intento se encendieron los motores y, poco antes del despegue, mientras la máquina lanzaba torbellinos agua sucia sobre la pista, un brazo extendido me alzó por la puerta abierta hacia el interior. Con la alegría de haber conseguido partir, el piloto arrancó su Antonov 28 en el aire a pique vertical y en altura ejecutó un looping que le hizo volar el equipaje por la cabeza de los pasajeros. Cuando horas más tarde descendí del avión en Lokichokio, estaba congelado, me castañeteaban los dientes y tenía escalofrío. Por suerte, la mujer dinka, vestida tan sólo con un paño delgado y en estado de embarazo avanzado, que debió ser evacuada de la zona afectada por el hambre, para recibir cuidados médicos, no sufrió un mal parto durante el vuelo.

«En el culo del mundo no hay un WC», dijo Sacha y orinó al borde de la pista ante los ojos de la mujer encinta. Pero estaba equivocado pues en Lokichokio había un sistema de lavabo estudiado con un refinamiento sutil. Entre los contenedores de habitaciones y oficinas había un incesante ir y venir de los empleados de organizaciones humanitarias con rollos de papel higiénico bajo del brazo; se dirigían a los recintos de las duchas y WC, escondidos detrás de cercos de cactos y muros erguidos a la estatura de las personas, separados por sexos y también por criterios religiosos y étnicos. Había baños para cristianos, musulmanes y africanos que preferían defecar parados en vez de sentados, como se decía, mientras que los hombres árabes elegían la posición sentada, por el contrario, las mujeres africanas orinaban paradas. Letreros con gráficas y placas en varias lenguas europeas y africanas explicaban la utilización políticamente correcta de los WC. En África Occidental, vertederos, playas, desiertos y sabanas sirven de baños públicos. En Lagos nadie ve un inconveniente cuando alguien se baja los pantalones a la vista de todos, en un descanso para peatones de la calzada, pero aquí, todo estaba reglamentado, hasta el más pequeño detalle – por temor a que la violación de un tabú religioso pudiese enturbiar la coexistencia pacífica de las naciones reunidas en Lokichokio. Yo lo escribo porque nadie habla sobre esto; aunque la cuestión de los baños juega un papel primordial en la cotidianeidad de corresponsales que recorren países del Tercer Mundo. Me viene a la mente aquel cooperador de desarrollo que encontré hace doce años en el sur de Senegal en Casamance. Él vivía en un pueblo de la etnia de los diolas para estudiar su arquitectura tradicional de arcilla; y pasaba cada fin de semana en el hotel en Cap Skirring, -como me confió- para poder al fin defecar en paz. En el pueblo de los diolas, no había baños y, cada vez que él iba a los matorrales a hacer sus necesidades, una docena de niños escondidos detrás de las plantas de anchas hojas y que lo habían seguido en secreto, lo espiaban para saber qué hacía ahí ese blanc (blanco) – en estas condiciones era imposible imaginarse una deposición regular.

Esto vale también para Chechenia, que se encuentra en la zona vertiente

–geográficamente hablando, en el cruce– del baño ruso y del turco: ni el uno ni el otro fueron celebres por su confort. En las ciudades bombardeadas no había hotel ni restaurante, y me alojaba, como los demás periodistas, donde un lugareño en una casa de campo chechena, denominada en el Cáucaso, Aúl. Una vez sentí la necesidad de un baño en medio de la noche, encendí un fósforo –la pila de mi linterna estaba vacía– y escalé por encima de mis guardias armados hasta los dientes, de puntillas y en calcetines, a fin de no hacer estallar una granada por un contacto involuntario. En la escalera me arrebocé con una piel de oveja sobre el pijama, me calcé las botas y, chapoteando en el barro hasta los tobillos, atravesé el patio en dirección al establo de enfrente, donde según mis convivientes, se encontraba el baño. Escuché el resuello de una vaca y el chillido de un puerco – en 1995, la charia no había sido aún introducida y los chechenos comían carne de cerdo. Me acurruqué encima de la paja mientras en la oscuridad un animal invisible había comenzado a roer mis botas, probablemente un puerco, en cuyas emanaciones animales recalenté mis dedos entumecidos. La caminata al baño duraba diez minutos, sin contar con la limpieza de las botas al final. Tan sólo al regresar descubrí en la penumbra del amanecer, el lugar asignado para esta faena: una cabaña de madera con una ventanita en forma de corazón al pie de la escalera.

Dos horas más tarde me despiertan unos disparos de salva: no es un ataque del ejército ruso, como temí en un principio, sino la señal de una fiesta de boda chechena, semejante a una boda de campesinos pintada por Breughel – sólo que las Kalachnicov no calzan en el cuadro. Los Boieviki disparan al aire de alegría, sin pensar que las balas vuelven a caer a la tierra; dos invitados son heridos por dos balas perdidas, una pequeña niña es alcanzada por una de esas balas en el muslo, pero eso es parte de una verdadera fiesta de boda. Mientras tanto la novia vestida de blanco, que ha sido simbólicamente secuestrada por los hermanos del futuro esposo, recibe visitas y regalos sin una palabra de saludo o agradecimiento, los ojos castos miran hacia abajo como corresponde a una virgen. Me llenan con bocados exquisitos y una robusta matrona canta una melodía improvisada acompañada por el acordeón, la letra narra la historia de un reportero alemán que vino a Chechenia para asumir el lugar del marido de dicha matrona, caído en la guerra. En vano explico que ya estoy casado, y sólo con esfuerzo logro escaparme de la boda.

En febrero de 1995, durante mi primera visita a Monrovia, tuve la sensación de haber llegado al último círculo del infierno. Eso que aún no habían muertos en las calles, ya que los combatientes de la guerra civil habían convenido un cese al fuego, y las casas de la ciudad todavía no estaban destruidas; en los mercados se vendían frutas y verduras y cada día había agua y electricidad durante algunas horas. Varios síntomas dejaban entrever el desmoronamiento del Estado, pero nada había de aquella alegre anarquía que imaginaron los estudiantes del ‘68 – más bien, al contrario. El cuartel general de Trae Whig Party, fundado en 1869 por los esclavos liberados de los Estados Unidos y que gobernó a Liberia durante más de un siglo, había sido saqueado por los pobladores y reconvertido en un baño. (La palabra Whig no tiene que ver con pelucas, como yo suponía en un comienzo, es la abreviación de We hope in God, nosotros tenemos esperanza en Dios.) El templo vecino, donde la élite de los Américo-Liberianos celebraba sus rituales masones, había sido devastado, los azulejos de mármol estaban cubiertos de excrementos. Los ladrones habían aserrado y robado la estatua de bronce de Tubman, que fue presidente durante muchos años, y sobre el pedestal del monumento sólo habían quedado sus pies dentro de los zapatos de bronce, como una reliquia absurda.

El edificio de la clínica de obstetricia, construido en el período de gobierno de Tubman con los adelantos más modernos de la medicina occidental de aquel entonces, albergaba ahora a refugiados de guerra y personas desplazadas, que eran mantenidos bajo condiciones básicas por la UNCHCR, alojando en condiciones higiénicas infrahumanas. De las ventanas quebradas se agitaba la ropa, los ascensores desbordaban de basura. Las salas de enfermos y los quirófanos, donde en otro tiempo enfermeras y médicos se habían inclinado sobre sus pacientes con instrumentos relucientes, ahora estaban divididos con trapos sucios en minúsculos reductos, donde familias numerosas cocinaban, comían y dormían. El edificio repleto con displaced persons (personas desplazadas), se había convertido en una incubadora de epidemias y criminalidad, y los refugiados estaban expuestos sin protección alguna a las represalias de los combatientes de la guerra civil.

En el punto más bajo de esta escala descendiente de Richter, que indica todos los grados de la podredumbre y del abandono, se encontraba el Ducor Palace, un antiguo hotel de lujo situado en la cima de una colina con vista sobre la bahía de Monrovia. En otros tiempos había sido la primera construcción de la ciudad. Un olor a materias fecales impregnaba escaleras y corredores, y en los muros recubiertos de moho goteaba el agua que faltaba en las duchas y en los baños. Los oficiales del ejército africano-occidental de intervención por la paz de la ECOMOG se habían alojado en los pocos cuartos aún habitables, y sobre la azotea jardín del hotel, la piscina llena de sacos de basura y de preservativos usados estaba custodiada por los soldados nigerianos.

«Usted ha cometido un error al digitar», dijo la redactora del periódico, a la que yo presenté semanas más tarde mi reportaje sobre Liberia. «Debe decir: la escala de Richter abierta hacia arriba.» Yo le señalé en vano que el adjetivo latín altus significa, según el contexto, alto o bajo, y cité igualmente en vano los versos con los que Mefistófeles le explica a Fausto la formación de las montañas:

«Teniendo hoy la cuestión por otro cabo, / Pues lo que antaño fue del fondo ahora es cima. / Fundándose así la justa doctrina, / Al invertir arriba por abajo[38].»

La redactora permaneció indiferente: «Usted no es Goethe, dijo ella con plena razón, y no escribe en latín, sino en alemán.»

Al llegar a este punto, debo precisar lo que este libro no es:

1. No es un llamado a paliar la miseria o al envío de una tropa de intervención militar.

2. Ni una contribución a la explicación del primero, segundo, tercero o cuarto mundo (valga cualquier cosa que pueda esconderse detrás de esta numeración continua).

3. Ni una reprobación destinada a los medios de comunicación, una crítica a la censura o la manipulación.

4. Ni una acusación ante el Tribunal Internacional de Derechos Humanos de Arusha o de La Haya, tampoco una demanda financiera para aliviar el destino de las víctimas.

5. Ni un estudio del stress postraumático, tampoco una sesión psicoterapéutica destinada a ferroviarios y bomberos que recogen cadáveres carbonizados y mutilados.

 

Si bien contiene algo de todo eso y aborda reiteradas veces estos temas, el texto no trata ninguno de los mencionados temas de una manera completamente satisfactoria.Quien busca respuestas a tales preguntas, haría mejor en volver a cerrar el libro. Bien, ahora podemos continuar la conversación. (Éste es un homenaje a mi amigo fallecido Reinhard Lettau, que tenía la costumbre de dividir por la mitad el número de participantes en sus seminarios de Creative Writing, al sur de California, preguntando: «¿Quién de ustedes se interesa por novelas policiales? ¿Quién de ustedes se interesa por la ciencia ficción? Que todos aquellos que levantaron la mano, abandonen la sala pues yo no enseño novelas policiales ni de ciencia ficción.»)

El texto aquí presentado no es un informe elaborado por expertos, que dan una respuesta a supuestas preguntas técnicas. Como toda literatura, que merece este nombre, plantea preguntas tan ingenuas que nadie las hace. La pregunta de Tolstoi, por ejemplo: «¿Qué es el coraje?» o la que hace Fabricio (en la obra de Stendhal) después de la batalla de Waterloo: «¿Ésta era una verdadera batalla?» La sabiduría de Sócrates consistía en la conciencia que él no sabía nada, como Galileo Galilei en la obra epónima de Brecht: «¡Hombre de Dios!, yo no soy tan sesudo como los señores de la Facultad de filosofía. Yo soy necio. Yo no entiendo absolutamente nada. Yo estoy obligado a rellenar los vacíos de mi conocimiento.» (Aquí, resisto a la tentación de añadir una digresión sobre la necedad de los intelectuales, que no previeron el desmoronamiento de la RDA ni la caída de la Unión Soviética, sino que aseguraban con credibilidad que ambos Estados estaban económicamente fuertes y políticamente estables. Yo prefiero hablar de mis propias estimaciones erróneas: 1989, después de la masacre en la plaza Tien-An-Men, yo creí que el proceso de democratización continuaría después de una corta interrupción, y me tuve que dejar instruir por un poeta disidente chino quien me advirtió que un cambio de dirección de la línea de partido demora por regla general siete años. Y en 1995, después de mi primera visita a Monrovia, me atreví de emitir el pronóstico de que todos los protagonistas de la guerra civil liberiana estaban agotados y que el retorno a la paz era inminente – en ambos casos estuve trágicamente equivocado.) 

En un epílogo errático en La Guerra y la Paz, que aparece al final de esa novela monumental, como un cuerpo extraño, Tolstoi adopta la perspectiva de un campesino iletrado que intenta en vano de comprender qué fuerza mueve a una locomotora: ¿es el humo o el diablo, el mujik ruso que palea el carbón o el ingeniero alemán que aceita la máquina? Nada de todo eso.

Desde la perspectiva del campesino analfabeto, Tolstoi narra la historia de la humanidad, «en un pequeño rincón del mundo que se llama Europa», y especialmente aquel tramo de la historia europea que precede a los acontecimientos expuestos en la novela. La mirada extraña revela una verdad suprimida, que por ser tan elemental, escapa a la percepción del historiador, quien a fuerza de ver árboles no ve más el bosque o a fuerza del bosque no ve más árboles – ambos ejemplos acaban igual: «A finales del siglo XVIII, se habían reunido en París una veintena de personas que discutían que todos debían ser iguales y libres. De ello resultó que en toda Francia la gente comenzó a matarse y a ahogar en sangre a sus semejantes. Luego resurgió en Francia un genio, Napoleón. Él venció en todas partes, es decir, mató a mucha gente porque era un gran genio. Partió a matar, no se sabe por qué, a los africanos, y los mató tan limpiamente, y era tan astuto e inteligente que, a su regreso en Francia, pudo ordenar a todos que le obedecieran. Y todos le obedecieron. Apenas se había convertido en emperador, partió una vez más a matar a pueblos en Italia, Austria y Prusia. Y mató a muchísimos.»

«Sería vano pensar que todo esto que acaba de exponerse, corresponde a una burla o a una caricatura de relatos históricos», añade Tolstoi, a guisa de resumen. «Es por el contrario la expresión más delicada de estas contradicciones, que no dan una respuesta satisfactoria a las preguntas planteadas en la historia entera.»

La genialidad de Tolstoi consiste en observar el mundo con ojos de un analfabeto y

poner en evidencia que el sentido de la historia, tomado como moneda legítima por los intelectuales de todas partes, no es sino un engaño y una falsa moneda: se trata de una convención práctica que nos ayuda a apartar de nosotros la idea inquietante de que se trata en verdad de una cadena de masacres absurdas – aquí este adjetivo muy gastado es adecuado. Sus necias preguntas son indicadores de caminos por una región aún no cartografiada – a diferencia del conocimiento de expertos autoproclamados que avanzan sobre rieles trillados. Lo que aquí vengo diciendo no vale tan sólo para el campo del arte y la literatura, sino también para ciencias y humanidades -como lo atestigua Galilei en Brecht-, le dejo una vez más la palabra a un escritor al final de estas reflexiones. Schlachthof 5 (Matadero 5) es el título de la novela de Kurt Vonnegut jr. sobre la destrucción de Dresde por los bombardeos aéreos en la noche del 13 al 14 de febrero de 1945. El autor vivenció aquello como prisionero de guerra, logrando salir ileso por casualidad, escondido en el sótano de un matadero. El libro trata de las dificultades de escribir una novela sobre un desastre provocado por la mano del hombre y que supera toda la capacidad individual de percepción – y con ello toda posibilidad de empatía. Como todos los sobrevivientes, el narrador está traumatizado y le faltan las palabras adecuadas a la dimensión de los acontecimientos porque éstas no existen. Kurt Vonnegut se zafa del dilema con una ironía que linda en el cinismo – a finales de los años ‘60, época en que se publica la novela, esto se conocía bajo el término específico de humor negro:

«Cuando yo regresé hace 23 años de la Segunda Guerra Mundial, pensaba que no me sería difícil escribir sobre la destrucción de Dresde, puesto que me bastaría con relatar aquello que había visto. Contaba con que iba a ser una obra maestra o, al menos un tema de esa magnitud, me reportaría una buena cantidad de dinero.»

El recurso literario de Kurt Vonnegut consiste en abstenerse de todo juicio moral o político sobre los acontecimientos expuestos en la novela, y ceñirse permanente a la perspectiva narrativa de su personaje, un Simplicissimus moderno que, igual a los protagonistas de Stendhal o Tolstoi, confía a expertos la evaluación de los hechos. Más importante que lo que el autor dice, es aquello que permanece inexpresado, quedando así libre a la imaginación del lector. Desde esta perspectiva ética y estética aparecen como dos caras de una sola y misma cosa[39]:

«<Eso tenía que ocurrir>, dijo Rumfoord a Billy, a propósito de la destrucción de

<Yo lo sé>, dijo Billy.

<¡Esto es guerra!>

<Yo lo sé. No me quejo.>

<Aquello deberá haber sido el infierno para la gente.>

<Ésa es la palabra>, asiente Billy Pilgrim.

<Una desgracia para lo que están a cargo de esta misión.>

<Lo siento por ellos.>

<Sus sentimientos deben haberse alterado bastante ahí abajo en el campo.>

<Anduvo bien>, expresó Billy. <Todo está bien, y cada uno debe cumplir aquello

que le toca hacer. Eso es lo que yo he aprendido en Tralfamadore.>»


Siglas y Abreviaciones

 

AFL: Fuerzas Armadas de Liberia.

ALIR: Ejército de Liberación de Ruanda. Miembros de la guerrilla Tutsi

Aprosoma: Avocación para la Promoción Social de las Masas. Movimiento anti-Tutsi.

Boieviki: Miembros de la guerrilla chechena.

CEDEAO: Comunidad Económica de Estados del África Occidental.

ECOMOG: Grupo de Observadores Militares enviados por la CEDEAO.

FIS: Frente Islámico de Salvación. Partido musulmán fundamentalista de Argelia.

FNPL: Frente Nacional Patriótico de Liberia.

FPR:Frente Patriótico Ruandés.Movimiento compuesto por exiliados Tutsis que invade Ruanda desde Uganda. El actual presidente de Ruanda Paul Kagame es del FPR.

GIA: Grupo Islámico Armado. Grupo islámico extremista de Argelia.

GPU: Policía secreta estalinista.

KGB: Comité de Seguridad del Estado, en la antigua URSS.

Khmer rouge: (Khmer Rojos) organización comunista camboyana que, tras la Guerra de Vietnam, la expulsión de los Estados Unidos y el derrocamiento del general Lon Nol – su dictadura militar fue desde 1970, tomó el poder el 17 de abril de 1975 – «Caida de Phnom Penh» y fundó la Kampuchea Democrática (KD), un nuevo Estado comunista bajo la dirección de Pol Pot (Saloth Sar), su principal líder.

Interahamwe: Milicia extremista Hutu, responsable del genocidio de Tutsis en Ruanda.

INTERFET: Fuerza Multinacional en Timor Oriental. Tropas de intervención en Timor Oriental, conducidas por australianos.

Milicia Krahn: Partidarios militantes del presidente liberiano Samuel Doe, asesinado en 1990, que ocupó las posiciones claves con miembros de su etnia, el Krahn.

MSF: Médicos Sin Fronteras.

NKWD: Comisariado Popular del Interior, Policía secreta estalinista. Organización sucesora de la GPU y antecesora del KGB.

ONU: Organización Naciones Unidas.

OSCE: Organización para la Seguridad y la Cooperación Europea.

OTAN: Organización del Tratado del Atlántico Norte.

Pacto de Varsovia:  Acuerdo de cooperación militar firmado el 14 de mayo de 1955 en Varsovia por los países del Bloque del Este, abarcando todos los estados socialistas de Europa del Este, a excepción de Yugoslavia sobre la que se ejerció influencia, es decir, Albania, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, la República Democrática Alemana, Rumania y la Unión Soviética; hasta 1962 la República Popular China estuvo afiliada como observador. A partir de 1989, por el anuncio de retiro de diversos estados del Bloque, el Pacto tuvo su disolución oficial el 1 de julio de 1991.

Parmehutu: Partido del Movimiento de Emancipación Hutu.

POUM: Partido Obrero de Unificación Marxista.

RADER: Unión Democrática Ruandesa.

RDA: República Democrática Alemana.

Stasi: (Ministerium für Staatssicherheit,  abv.: MfS, o “Stasi”) Ministerio de Seguridad del Estado de la ex-RDA. Agencia de Servicio Secreto del Interior y Exterior del país.

UÇK:  Ejército de Liberación de Kosovo.

UNAMET: Misión de las Naciones Unidas en Timor Oriental.

UNAMIR o MINUAR: Misión de Pacificación de las Naciones Unidas.

UNHCR: Alto Comisariado de las Naciones Unidas para los Refugiados.

UNR: Unión Nacional Ruandesa. Movimiento anti-hutu.

 

*El texto originalmente escrito en alemán está dividido en cuatro capítulos con el título: “Laokoon oder Die Grenzen von Journalismus und Literaur ” (I-IV), y es un extracto del libro de Hans Christoph Buch, Blut im Schuh. – Schlächter und Voyeure an den Fronten des Weltbürgerkrieges [Sangre en el zapato o Pisadas de sangre.- Matarifes y Voyeure en Frentes de la Guerra Civil Mundial], Francfort/Meno, Editorial Eichborn AG, 2001, 346 págs. Traducción de Ricardo Loebell (Notas y citas en el texto son versiones del traductor, excepto menciones en particular). “Laokoon…”, capítulo I, se extiende en el original entre las págs. 11- 42.

 

[1] Heinrich von Kleist (1777–1811), Der zerbrochne Krug. (El cántaro roto)

[2] Véase lista de siglas y abreviaciones al final del texto (N. del T.).

[3] Expresión en idioma original (N. del T.).

[4] Rumpelstilzchen es un cuento de los Hermanos Grimm publicado en 1812.El trasfondo de voz popular

es cuando personas de pequeña estatura intentan llamar la atención mediante una forma furibunda e impertinente –y de esta forma tratan probablemente de compensar su falta en su tamaño físico y humano (N. del T.).

[5]Pacto de Varsovia es el acuerdo de cooperación militar firmado el 14 de mayo de 1955 en Varsovia por los países del Bloque del Este. Diseñado bajo liderazgo soviético, su objetivo expreso era contrarrestar la amenaza que suponía el establecimiento, en 1949, de la OTAN, y en especial el rearme de la República Federal Alemana, a la que los acuerdos de París permitían reorganizar sus fuerzas armadas. El ámbito del Pacto abarcaba todos los estados socialistas de Europa del Este, a excepción de Yugoslavia sobre la que, pese a todo, se ejerció una poderosa influencia, es decir, Albania, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, la República Democrática Alemana, Rumania y la Unión Soviética; hasta 1962 la República Popular China estuvo afiliada como observador. A partir de 1989, los nuevos gobiernos del Este eran menos partidarios que los precedentes al mantenimiento del Pacto. En enero de 1991 Checoslovaquia, Hungría y Polonia anunciaron que se retirarían el 1 de julio de ese mismo año. Al retirarse Bulgaria en febrero, el Pacto de Varsovia se vio disuelto a efectos prácticos. La disolución oficial, aceptada por la Unión Soviética, se formalizó en la reunión en Praga el 1 de julio de 1991 (Extracto de diversas fuentes –N. del T.).

[6] Cfr. Gotthold Ephraim Lessing, Laocoonte o sobre los límites de la pintura y la poesía. (Trad. Enrique Palau), Barcelona, Editorial Iberia, 1957, pág. 46 (versión modificada – N. del T.).

[7] Ibid., pág. 58.

[8] Término empleado por los nazis para desacreditar la denuncia de sus crímenes. Cfr. Hans Christoph Buch, Archipel de la douleur. Voyages au bout du nouveau désordre mondial, (trad. Nicole Casanova), Paris, Bernard Grasset, 2003, págs. 25 y 347 (nota). (Versión en francés de esta obra – N. del T.).

[9]El Grupo 47 (Gruppe 47) era un grupo informal de autores y críticos alemanes que tenía por objetivo revitalizar la literatura alemana de posguerra. Sus orígenes se remontan a 1946, cuando Alfred Andersch y Walter Kolbenhoff fundaron en Munich la revista literaria Der Ruf (“La llamada”). Su objetivo era informar y enseñar al público alemán sobre la democracia tras el fin del nazismo. Las fuerzas de ocupación norteamericanas les revocaron la licencia tras acusarles de nihilistas. Más tarde, inspirándose en la Generación del 98, que había propugnado una transformación cultural y social de España tras la pérdida de las colonias en 1898, fundaron el Grupo 47 en torno a Hans Werner Richter.El grupo se reunía con regularidad dos veces al año y jóvenes autores leían de sus manuscritos inéditos. En cada encuentro, se otorgaban premios literarios a autores todavía desconocidos, iniciando en 1950 con Günter Eich, Heinrich Böll, Ilse Aichinger, Martin Walter, Günter Grass, sucesivamente. Por diferencias de entender la literatura y la política, se disolvió el grupo en 1977(Diversas fuentesN. del T.)

[10]En 1996 el historiador norteamericano Daniel Jonah Goldhagen publicó el libro Hitler’s willing executioners. (Los verdugos voluntarios de Hitler, Madrid, Taurus, 1997.). Ahí él sostiene que los Alemanes vendrían siendo ejecutores de la Shoah a causa de su antisemitismo arraigado en su cultura (y en la Iglesia Católica). El exterminio de Judíos no habría sido posible sin el consentimiento de todos los sectores de la población alemana. Estas hipótesis desataron controversias aún en la academia alemana (N. del T.).

[11] Cfr. Martin Walser, Erfahrungen beim Verfassen einer Sonntagsrede [Experiencias al redactar un discurso dominical]. Discurso realizado durante la entrega del Premio de la Paz de Editores y Libreros Alemanes en Frankfurt/M, 1998 (N. del T.).

[12] Cfr. Novalis:  Werke,  Tagebücher  und  Briefe  Friedrich  von  Hardenbergs. Hans Joachim Mähl, e.a. (ed.). Darmstadt, 1999, pág. 233. Véase también: Novalis: Heinrich von Ofterdingen. Jochen Hörisch (ed.). Frankfurt am Main, 1982.

Esta idea se conoce también del filósofo alemán Heinrich Rickert (1863–1936). “Tenemos un conocimiento inmediato de la realidad, tan pronto dirigimos la mirada a nosotros mismos. Hacia el interior conduce el camino enigmático, que revela el enigma universal. Más allá de ir objetivando en torno de las cosas, debemos ir por el medio a su interior, el portón que debemos cruzar para este propósito se encuentra únicamente en el Yo.” –

“Wir haben eine unmittelbare Erkenntnis der Wirklichkeit, sobald wir nur den Blick auf uns selbst richten. Nach innen geht der geheimnisvolle Weg, der das Weltgeheimnis entschleiert. Wir dürfen nicht objektivierend um die Dinge bloß herumgehen, sondern wir müssen mitten in sie hinein, und die Pforte, die wir zu diesem Zwecke zu durchschreiten haben, liegt allein im Ich.” Heinrich Rickert: Vom Begriff der Philosophie, Philosophische Aufsätze. Mohr Siebeck UTB 2078, pág. 5 s. – (El destacado es nuestro)

Menos metafísico y quizá más concreto surge esta idea, cuando formula Carl Schmitt en 1938, después de haber tenido que renunciar a sus cargos públicos y al haberse escapado a último momento de la tropas de la SS: “Si la autoridad pública, tan sólo quiere ser pública, y si el estado y su adhesión al credo, remite la fe a lo privado, entonces el alma de un pueblo se dirige al ‘camino enigmático’ que conduce hacia el interior.”

“Wenn aber wirklich die öffentliche Macht nur noch öffentlich sein will, wenn Staat und Bekenntnis den innerlichen Glauben ins Private abdrängen, dann begibt sich die Seele eines Volkes auf den ‚geheimnisvollen Weg‘, der nach innen führt”, schrieb Carl Schmitt 1938, nachdem er alle seine öffentlichen Ämter hatte aufgeben müssen und dem Zugriff der SS nur mit knapper Not entronnen war. Martin Tielke: Der stille Bürgerkrieg. Ernst Jünger und Carl Schmitt im Dritten Reich. Berlin, Landtverlag, 2006 (N. del T.).

[13]Wehrmacht  (1935-1945) es el nombre que recibieron las fuerzas armadas alemanas, hasta entonces llamadas Reichswehr (1921-1935), surgidas en 1935 tras la disolución de la Reichswehr por el régimen Nazi.La actual Bundeswehr, sin embargo, no se considera como su sucesora ni sigue tradiciones de ninguna organización militar alemana anterior (N. del T.).

[14] Trad. R. L.

[15] Trad. R. L.

[16] Trad. R. L.

[17] POUM – Partido Obrero de Unificación Marxista, partido de extrema izquierda en la Guerra Civil Española; acusado de «Trotzkismo» por el Partido Comunista supeditado a Moscú. Numerosos de sus miembros fueron asesinados (N. del A.).

[18] NKWD – Comisariado Popular del Interior, Policía secreta estalinista. Organización sucesora de la GPU y antecesora del KGB (N. del A.).

[19] Choc en el original del francés (N. del T.).

[20] Milicia Krahn – Partidarios militantes del presidente liberiano Samuel Doe, asesinado en 1990, que ocupó las posiciones claves con miembros de su etnia, el Krahn (N. del A.).

Krahn es una de las etnias del interior selvático que desde la independencia han rendido servidumbre a las élites américo-liberianas de la costa (N. del T.).

[21] En Goethe, das Unzulängliche refiere aquí a lo «imperfecto» o «insuficiente»y no a lo «inaccesible». Cfr. Archipel de la douleur, pág. 348 – nota de Nicole Casanova (N. del T.).

* Hans Christoph Buch, op.cit., “Laokoon…”, capítulo II, págs. 111-139.

[22] Unidades especiales rusas, análogas a las special forces del ejército de Estados Unidos (N. del A.).

[23] Alemánico [Alemannisch] pertenece a la familia de las lenguas germánicas del alto alemán. Alrededor de 10 millones de habitantes lo hablan en: Alemania, Francia, Suiza, Italia y Liechtenstein.

[24] Johann Peter Hebel (1760–1826). Cofrecillo de joyas del amigo de la casa renano. [Colección de novelas, anécdotas y ensayos en forma de un almanaque]. Alba Editorial s.l., 1998 (N. del T.).

[25] Tropas especiales del Ministerio del Interior moscovita (N. del A.).

[26] Robespierre, Discurso sobre la Propiedad, 24 de abril de 1793. Comentario hecho por él mismo al proyecto de Declaración de Derechos que él propone a la Convención. Véase Jean Massin, Robespierre, Paris, Alinéa, 1988, pág. 168 s. – Cfr. Archipel de la douleur, pág. 349 s. (N. del T.).

[27] «Yo fui lo que usted es, usted será lo que yo soy» – Véase el soneto de Corneille a Marquisse. Cfr. Archipel de la douleur, pág. 350 (N. del T.).

[28] Aquí refiere a Goethe, Fausto II, op. cit. Véase aquí en Laocoonte…, capítulo I. (N. del T.).

[29] Ibid. Véase  cap. I. (N. del T.).

[30] Cfr. Peter Weiss, Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat. Traducción y adaptación teatral, Alfonso Sastre, Barcelona, Grijalbo, 1969, págs. 74, 77 s. (Cita modificada – N. del T.).

[31] Cfr. Peter Weiss, op. cit., págs. 159 y ss. (Cita modificada – N. del T.).

[32] Ernst Jünger, Der Friede. Ein Wort an die Jugend Europas und an die Jugend der Welt (La Paz. Una palabra a la juventud de Europa y del Mundo), 1945. (N. del T.).

* Hans Christoph Buch, op.cit., “Laokoon…”, capítulo III, págs. 189-218.

[33] Trad. R. L. – A partir de una traducción de H. C. Buch.

* Hans Christoph Buch, op.cit., “Laokoon…”, capítulo III, págs. 289-317.

[34] Stendhal, La Chartreuse de Parme, Paris, Gallimard, 1948, pág. 405. Citas traducidas de la edición francesa. Cf. Archipel de la douleur, pág. 311 y ss. (N. del T.).

[35] Ibid., pág. 59 (N. del T.).

[36] Ibid., pág. 64. (N. del T.).

[37] Por Organik [gr.-lat.] entiende Hegel a su vez la doctrina del organismo animal, vegetal y geológico (N. del T.).

[38] Estos cuatro versos de Faust II de Goethe, se relacionan con el espíritu del pensamiento místico medieval. Aquí se orientan por endecasílabos y consuenan en a-a-b-b. Esta versión intenta dejar una leve impresión al conservar el sentido, el endecasílabo y los versos con asonancia en a-b-b-a (N. del T.)

[39] Como conclusión del ensayo, el gesto de Kurt Vonnegut (1922-2007) tiene apoyo histórico-filosófico en el pensamiento estoico- escéptico, sosteniendo que en la realidad la diferencia de las cosas es desde nuestro conocimiento inalcanzable. Por eso convenía abstenerse de todo juicio para alcanzar la imperturbabilidad anímica: la ataraxia. Cfr. Francisco Sánchez, Que Nada se Sabe [Quod Nihil Scitur, 1ª ed. Lyon, 1581].

(N. del T.).

 

* Jornalista e escritor alemão.