“La Destrucción fue mi Beatriz” e “Apátrida, doscientos años y unos días”, de Rafael Spregelburd — Luz Rodríguez Carranza

“LA DESTRUCCIÓN FUE MI BEATRIZ” e
“APÁTRIDA, doscientos años y unos días”, de Rafael Spregelburd.

Luz Rodríguez Carranza*

Rafael Spregelburd

El título de este trabajo es una frase de Mallarmé, citada varias veces por Alain Badiou. En 1982 – Théorie du sujet – el contexto era el de la “pasión de lo real” propia del siglo XX: una pasión identitaria que buscaba la autenticidad. La consecuencia inevitable fue, según Badiou, la urgencia militante de desenmascarar los simulacros de la cultura mediatizada, el nihilismo y la negatividad, el fin del arte y de la representación. En 1988 – L’Être et l’Événement – Badiou hizo una autocrítica al respecto y propuso, “para sobreponerse al imperativo ciego de la destrucción y la depuración” (2005, 78) su teoría de la sustracción, que explica con el Carré blanc sur fond blanc de Malevitch. El cuadro pone en escena un límite: la diferencia mínima entre un lugar y lo que tiene lugar en él.
La diferencia mínima aparece también entre sí y “sí mismo”, sobre todo cuando alguien se ve obligado a representar un país.  APATRIDA, doscientos años y unos meses (2011) es, con Un momento argentino (2002), Buenos Aires (2007)  y TODO (2010) una de las obras de Rafael Spregelburd que fueron comisionadas por teatros extranjeros. Como las de otros autores que nunca se propusieron “ni afirmar ni negar  la argentinidad de su procedencia” (Spregelburd 2011, 29), esas obras están tironeadas entre la expectativa europea y la ficción de cosmopolitismo, que se expresa en dos bromas conocidas por los latinoamericanos “for export”:  a) los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas y los argentinos de los barcos y b) los argentinos somos italianos que hablamos español, pensamos en francés y soñamos con ser ingleses.  Los clichés son siempre los mismos: no hay – ya – pueblos originarios, el mate, el tango, los gauchos, los compadritos y la carne son también estereotipos y la argentinidad es precisamente eso, decir que lo son.
La distancia no anula la argentinidad, sin embargo, sino que paradójicamente la constituye. Si digo que todo es un simulacro lo estoy afirmando necesariamente con la palabra “simulacro”,  pero hago algo más: incluyo esa palabra que lo niega en el conjunto simulacro. Como en el silogismo condensado “yo miento”, estoy así diciendo la verdad, o, mejor dicho, estoy “haciendo hablar a la verdad” (Lacan, 2007, 14). Es una creencia de la que desisto en el momento mismo de enunciarla, y la diferencia mínima que se establece abre una grieta que no puede cerrarse. “Los artistas argentinos de distintas disciplinas nos hemos acostumbrado un poco”, dice Spregelburd,
a la esquizofrenia  que surge de la suposición de que nacer en la Argentina es carta  libre para no ser de ningún lado, y al mismo tiempo, el dolor agónico de tratar de retratar en cada obra, en cada gesto, en cada palabra intercambiada con colegas extranjeros, cómo es ese lugar del que venimos. (2011, 24).
Esa esquizofrenia es la de Auzón, el crítico de APATRIDA, condenado por las mismas palabras que pronuncia. Mi primera hipótesis aquí es que la obra pone en escena la aparición de una de las “ficciones políticas” de Jeremy Bentham, el inventor del Panóptico del que habla Foucault en Vigilar y Castigar: un aparato de lenguaje capaz de infligir un placer y – sobre todo – un dolor reales que se experimentan con el cuerpo (Bentham, 38). No tienen nada que ver ni con la ilusión ni con el engaño: son simbólicas y la creencia no viene al caso.   La de APATRIDA es, de toda evidencia, un simulacro – el arte nacional – y se gesta como tal desde el principio de la obra, ya que la distancia lo acompaña desde el principio. Mi segunda hipótesis es, sin embargo, que lo que tiene lugar en escena es una vacilación de la distancia crítica y que lo que se abre es un vacío insoportable, tanto para Auzón como para los espectadores.  Como en todas las obras de Spregelburd hay allí – y esa es mi tercera hipótesis – un efecto político que es transitivo y no comunicativo ni contagioso. El espectador se ve confrontado a su propia ambigüedad entre la implicación y la distancia – porque las palabras producen las dos cosas simultáneamente – y en lo que sigue voy a tratar de demostrarlo.
2.-
El Bicentenario de 2010  rescató de los archivos, gracias al trabajo de los historiadores, materiales del siglo XIX que para los dramaturgos resultaron interesantes y divertidos: textos melodramáticos, ingenuos, ampulosos, en una palabra, teatrales.  Spregelburd eligió para APÁTRIDA una polémica en los periódicos porteños de 1891,  y en la publicación de la obra en 2011 presenta, en una “Nota introductoria”, a los adversarios. Se trata de Eduardo Schiaffino que es un pintor argentino – sigue siéndolo, sus cuadros están en el Museo Nacional de Bellas Artes del cual fue el primer director –  y de Max Eugenio Auzón, “español de nacimiento” quien fue – porque nadie se acuerda de él – « pintor, escritor, crítico de arte y hombre de gobierno » (125). En esos diarios se materializan, dice el autor en una entrevista, preguntas que  siguen siendo actuales: « ¿Qué es el arte argentino? ¿hay tal cosa? […]  ¿Qué se espera de nosotros ?/ ¿Quién lo espera? ¿Quién es nosotros? » (164)
Schiaffino tiene respuesta a todo: la exposición en la calle Florida de su obra y de la de otros jóvenes pintores funda el arte nacional argentino, e incluso el Estado:
Soy modestamente sólo uno de los pintores
Que esta noche hacemos algo único
Y fundamos, probablemente, un Estado.
Porque un Estado no es sólo la historia de sus guerras
Y sus conquistas,
De sus logros y sus renuncias,
De sus crímenes y sus milagros,
De su lengua y de sus dialectos.
No.
Un Estado es la historia de sus ficciones,
La suma de sus imágenes. (127-128)

Ha habido un incidente, sin embargo, en la exposición fundadora: un cuadro de Sofía Posadas, Idilio, que representaba un torso desnudo de mujer, fue retirado por su autora después de que las Damas de la Sociedad de Beneficencia de Nuestra Señora del Carmen, organizadoras de la exposición lo consideraron obsceno. Schiaffino lamenta el incidente, inconcebible según él en Europa, pero su tono ampuloso contrasta cómicamente con el de la voz indiferente de la interesada, a quien le importa “un bledo” (129). Las frases de Schiaffino y de Posadas, junto con otras, siguen resonando incorpóreas en el segundo acto a través de dos viejas caseteras manipuladas por el actor y el músico, obviamente anacrónicas. De los casetes salen audio-guías simultáneas – también opiniones de periódicos de la época en lenguas y con acentos diferentes – que entretejen un discurso cada vez más unívoco.
El tema que se repite varias veces es la presencia en los cuadros de la figura de Juan Moreira, héroe de la obra de Eduardo Gutiérrez en una pantomima del teatro Politeama Argentino en 1885 y posteriormente en un drama hablado en el circo de los hermanos Podestá.    La popularidad del personaje fue un  problema para la élite cultural de la época. Si bien las zarzuelas españolas eran de lejos más populares, el éxito de público del Juan Moreira dividió las aguas de la crítica: por un lado se lo consideró el inicio del teatro nacional por razones cuantitativas, porque fue la primera vez que una producción nacional fue aceptada por tanto público (Olivera en López, 5). Por otro, se lo consideró peligroso, y algunas autoridades provinciales llegaron a prohibirlo (ibíd., 6 -7). Auzón – con el seudónimo de A. Zul de Prusia –ironiza  sobre la presencia de la figura de Moreira en la exposición de los becarios argentinos, sobre las técnicas aprendidas en Europa y sobre la mediocridad de los cuadros. Su juicio es un predicción escéptica: « pero qué arte nacional ni qué berengenas !/es inútil pensar en ello hasta dentro/ de doscientos años y algunos meses » (146). Durante la polémica que sigue Schiaffino sostiene que lo han acusado de plagio, de no ser el autor de sus cuadros. Auzón no ha dicho eso, pero comete el error de responder y el desencuentro se instala.
Las contradicciones y el malentendido son marca de fábrica del teatro de Spregelburd, pero las colisiones se producen en otras obras entre imágenes, texto y situaciones. Aquí, por el contrario, sólo hay sonidos y palabras. En el escenario hay dos presencias físicas, el músico y el actor, así denominados en las didascalias (2011, 131), acosados por fantasmas acusmáticos. Rafael Spregelburd es el actor que encarna a Schiaffino y a Auzón y el compositor Federico Zypce es el músico. Los hilos de la representación son puestos en evidencia desde el primer acto, cuando el actor exhibe el simulacro: « Represento.  Ahora, a Eduardo Schiaffino » (127). Sucede lo mismo con Auzón, quien después de presentarse señala los papeles que están sobre el atril: “Yo soy Auzón, y éste es mi monólogo” (2011, 145). Zypce exhibe paralelamente sus instrumentos  – arcos de violín, tanque de nafta de un auto, madera, alambres, antenas, tornillos y bolitas – que producen sonidos diversos con vibraciones, alteraciones de volumen o saturaciones acústicas. Los sonidos se enlazan gradualmente en un estribillo conocido – como el tema principal de En busca del Arca Perdida, la primera película de la serie de Indiana Jones, o una cumbia villera – que sale de un teléfono celular, del mismo modo que las voces en las audioguías convergían en un discurso insistente.
No hay mucha diferencia, al principio, entre los argumentos de Schiaffino y los de Auzón, que no son los que esperamos hoy de un nacionalista o un cosmopolita. Schiaffino afirma postmodernamente que el Estado es una suma de ficciones e imágenes – cf. supra – y le exige en consecuencia que imite a los europeos sosteniendo a sus artistas. Auzón no ve ningún interés en ir a pintar a Europa cuando nosotros – subrayo el posesivo – tenemos « una cordillera que se ríe a carcajadas de los Alpes » (149). El crítico desafía con sorna a su adversario: si habla de Patria, le toca participar del mismo colectivo en el que se encuentra Juan Moreira: “Que eso es la Patria. Eso es lo que duele” (161).Critica luego el estilo macarrónico del castellano local y subraya los apellidos italianos de los pintores nacionales. A lo largo de la polémica, sin embargo, las palabras de ambos toman posición. El discurso de Schiaffino se vuelve atronador, usando incluso un megáfono para ciertas frases. Declara que Auzón es un extranjero – a pesar de los veintidós años de residencia en Buenos Aires que reivindica – y que los que buscan triunfos fuera de sus países de origen lo hacen porque no pueden competir con su pares:

¿Por qué emigra un extranjero? Es claro:
por incapacidad de combatir lealmente
con sus rivales naturales,
sus propios compatriotas,
más fuertes que él, mejor armados.

Es con la palabra “extranjero” que la seguridad de Auzón vacila, y se resiste al lugar que se le impone. Primero argumenta con evidencias: “¿Pero no lo somos acaso casi todos?/ ¿o me habla ahora del inca, del tehuelche? / ¿también los representa?” (152); luego denuncia la mentira (157). Cuando Schiaffino lo acusa de insultar su opinión, el tono ligero ha desaparecido completamente: “no, no la insulto. La temo” (157). Pasa entonces de la crítica a la denuncia:

Yo, A. Zul de Prusia, acuso a Schiaffino
 de usar el argumento de « extranjerismo”
 ya tan pasado de moda y olvidado
la cantilena del odio al extranjero. (158). 
 
El subrayado es mío: la cita es anacrónica, como lo son todas las de la obra – texto y música – pero en este caso no hay nada divertido en ella, porque lo que tiene lugar en ese lugar es de una actualidad candente. El argumento de “extranjería” no ha desaparecido, ni en Buenos Aires ni en el resto del mundo y el “Yo acuso” de Zola, símbolo de resistencia intelectual después del caso Dreyfus en 1898, sigue siendo necesario. Auzón comprende, parafraseando a Nietzsche, que la Historia la escriben – mal – los vencedores: « la suerte ya está echada/ y nos da un rol a cada uno” (2011, 165). Schiaffino será el artista nacional y él será el extranjero. No le sorprende así que su adversario lo rete a duelo, ni que el futuro presidente Roque Sáenz Peña lo llame personalmente a su celular – aunque la voz resuene en un megáfono – para decirle que su contrincante es el ofendido y elegirá las armas. Auzón acepta su destino – como los gauchos y compadritos – sin resistencia, y el drama se instala.
3.-
La transformación es brutal en el quinto acto – de la ironía al melodrama –, porque no hay ningún cambio formal en la puesta en escena. El género elegido, que se mantiene durante toda la pieza, es una Sprechoper, una ópera hablada, inusual en castellano e insólita en el Río de la Plata hoy. El texto está en verso libre, muy rítmico, y vuelve artificiales y arcaicos los monólogos de archivo. El discurso ampuloso caricaturiza también a los polemistas: los argumentos proteccionistas de Schiaffino y su vanidad pomposa, la ambigüedad pícara de Auzón, su oportunismo y su ignorancia. Todo es distancia y el espectador ríe sin respiro. El actor pasa de un personaje al otro sin ningún cambio de ropa ni de acento: hay sólo dos detalles ocasionales – el megáfono para Schiaffino, la pequeña sonrisa irónica para Auzón – y otro lugar en escena. Para abandonar el papel del crítico el actor declara simplemente, al final del acto IV: « Pero dejemos hablar ahora a Schiaffino » (147): durante dos segundos está “entre” los dos.
La única diferencia entre los monólogos de los cuatro primeros actos y el del último – aunque estrictamente el deslizamiento hacia el drama empieza ya en el cuarto, con el “Yo acuso” de Auzón – es la posición del espectador.  Durante los cuatro primeros actos el interlocutor es el público, que sea el de los periódicos del siglo XIX o el de la sala en 2011. Con la Sprechoper, explica Spregelburd, “ritualizando la interacción de estas voces, la verdadera interacción ocurre entre el escenario y la platea » (27). El actor y el músico toman al público como testigo. La perorata de Schiaffino, las audioguías, el ataque de Auzón y la discusión en los periódicos tejen con la sala una complicidad francamente irónica, gracias a la distancia que actor y músico establecen con el texto y con la música respectivamente. Al principio de la obra Spregelburd transgrede en ocasiones el tabú categórico del realismo y se dirige, con la mirada, a algún espectador. La autonomía del mundo representado – la “ventana indiscreta” de Hitchcock – estalla en pedazos, pero la identificación, paradójicamente, es total, ya que actores y espectadores comparten la misma distancia.
En el quinto acto el monologo de Auzón es en cambio un relato, e instala la ficción. El duelo es narrado y musicalizado, explica Spregelburd en la entrevista que acompaña la edición de APATRIDA, porque hay imágenes que « no hubieran soportado situación alguna […] y yo necesitaba  estar lejos de la ridiculez y cerca de la piedad » (27). La cápsula realista parece cerrarse, pero ya es tarde: estamos adentro, donde nos llevó la ironía y sufrimos de plano el efecto de la ficción absurda. Es con la distancia que nos identificamos a Auzón y ahora estamos con él en un melodrama que no podemos admitir, pero del que no podemos salir. Cuando el mundo realista surge del desmoronamiento del más allá sagrado, explica Copjec, el sujeto está sometido al control de una mirada imposible de localizar (160): es el mundo paranoico de Bentham, que no viene de lo Alto sino de todas partes. En APATRIDA lo que parece ejercer cada vez más violencia simbólica – como si se retroalimentaran  – son aquellas palabras e imágenes con las cuales no hay identificación posible, incluyendo las propias. Algunas son más poderosas que otras, porque actualizan – como los sonidos de Zypce – efectos anteriores.  Cuando Auzón, a través del sudor que lo enceguece ve lo que acaba de suceder en el duelo, constata que su sable hirió un tendón de la mano derecha de Schiaffino. Lo que lo aterra no es esa herida, sin embargo, sino la metáfora que él mismo pronuncia a su pesar: « el crítico ha herido la mano del pintor » (172). Vertiginosamente, como en una pesadilla, crece la ficción que lo juzgará:
El pulgar que sostiene el pincel.
El pincel que fabrica la imagen.
La imagen que refleja un pueblo.
Un pueblo que se ubica en un mapa.

 Es, como dice Spregelburd en la entrevista citada, « Ese instante grosero en que la vida, productora natural de metáforas, construyó semejante escena simbólica para fundar las nociones de ‘artista’ y ‘crítico” (27). Las dos identidades – artista y crítico – son impuestas  simultáneamente por las mismas palabras y es también por eso que el duelo es verbal y no visual. Spregelburd agrega: « Hice lo posible para desmentir (con ironías, con anacronismos) la grandeza simbólica de esa metáfora trouvée. Pero debo confesar que – como pocas veces – me rindo ante ella en pleitesía » (28). La metáfora es absurda, ridícula, melodramática, digna del circo de los Podestá y del Juan Moreira, y no sólo se le impone a Auzón, sino que nos mira. Es la ficción fundadora del arte y del Estado de la que hablaba Schaffino, pero es el crítico quien la está pronunciando, el mismo que marcó al artista nacional con la herida que no le impedirá pintar, sino creer.
Auzón huye, porque la máquina – su Frankenstein – lo persigue. La voz de otro periodista, como las de las caseteras, se ha apropiado de lo que acaba de ser pronunciado y también de lo que el crítico ha dicho antes. Se saca la camisa y nos confronta con un torso que no está hecho de palabras – como el de Sofía Posadas – porque escuchamos, amplificados por un micrófono de contacto, sus latidos. La distancia no ha desaparecido: el bosque de fondo es una fotografía cliché y el actor salta a la cuerda en el mismo lugar del escenario, pero el efecto – la aceleración del corazón que escuchamos – es real y físico como los de las ficciones de Bentham. Auzón vacila entre la angustia y la distancia: se pregunta primero “qué es esto?” refiriéndose a la situación que no comprende y  lo repite inmediatamente después arrancándose el micrófono. El momento parece haber pasado, Auzón regresa, pero falta aún que sea el espectador el que vacile, que el efecto sea transitivo. El procedimiento que lo logra es una forma muy particular de la distancia: ya no es la ironía, sino la vergüenza  lo que nos enfrenta con algo con lo que no puede haber ninguna identificación posible. “Eso es lo que duele” es la frase del mismo Auzón – en el primer acto, cf. supra – que viene al caso. El monólogo es tan melodramático, tan ampuloso que debería hacernos reír, pero nos mira y es insoportable porque el que lo pronuncia no es Schiaffino sino el crítico, nuestro semejante. Nada más anacrónico que declamar, como lo hace Auzón, “hace su entrada el magnífico futuro/ Diecinueve carrozas de arrogancia“(179). Suena como una oda de Rubén Darío,  pero la cifra es actual y la referencia también: las diecinueve carrozas alegóricas, por absurdo que parezca, desfilaron en Buenos Aires para el Bicentenario de la Independencia en 2010.  Y hay más. La fuerza del melodrama es imposible de percibir fuera del teatro, pero el texto es suficientemente duro como ejemplo:
Somos el triunfo de un discreto genocidio.
Hemos abierto el camino al sur
a fuerza de aguardiente,
Hemos emborrachado al indio hasta matarlo.
Y ahora nos hemos apropiado del sur.
No hablo de la tierra, no; hablo del sur de verdad:
de la palabra.
Cuando escuchemos “el sur”
en la orquesta febril de las naciones
creeremos que se habla de nosotros.
Porque hemos sellado en la palabra
nuestro ínfimo acuerdo genocida.

Una vez más la vacilación es transitiva. Una de las palabras es aceptada como propia – Sur, tango, revista, película de Solanas -, pero la otra es traumática, genocidio. Si las anteriores – las carrozas alegóricas – llenaron un espacio con referencias críticas, éstas lo vacían. Auzón y su melodrama desaparecen, y después de largos minutos de penumbra y silencio  suena una canzonetta burlona de Renato Carosone,  “Tu vuo’ Fa’ l’americano”.    El actor se mueve rítmicamente y el músico se acerca para bailarla con él como si fueran dos autómatas. La máquina de producir identidades funciona sola. De la vacilación a la risa el paso es demasiado brusco, sin embargo, y no hay alivio ni catarsis. Por un momento no hubo nada en la frontera que mantiene separadas las instancias heterogéneas del discurso y lo real y el vacío permitió que algo nuevo pudiera aparecer: un efecto político.
Aquí termina la obra, el músico y el actor se inclinan bajo los aplausos. La cortina musical escogida por Zypce propone como despedida el uso personal de la máquina. Así, ya no es la voz del poder la que clasifica nuestra vida – por megáfono – cuando nos llama al celular, sino  el Personal Jesus de Depeche Mode:
Your own personal jesus
Someone to hear your prayers
Someone who cares
Your own personal jesus
Someone to hear your prayers
Someone who’s there

Feeling unknown
And your’e all alone
Flesh and bone
By the telephone
Lift up the receiver
I’ll make you a believer
Reach out and touch faith.

Referencias:
Althusser, Louis, « Idéologie et aparels idéologiques d’État. (Notes pour une recherche). Positions (1964-1975), Paris,  Les Éditions sociales, 1976, 67-125.
 Badiou, Alain.  El Siglo.  Buenos Aires, Manantial, 2005.
Bentham, Jeremy. “Theory of fictions”.  C.K. Ogden (ed.),   Bentham’s Theory of Fictions. Paterson, New Jersey, Littefield, Adams & Co., 1959.
Copjec, Joan Imaginemos que la mujer no existe.  Ética y sublimación.  Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006
Lacan, Jacques. “ Le symbolique, l’imaginaire et le réel », conferencia del 8 de julio 1953 en la Societé francaise de psychanalyse.
 http://philosophersdesk.blogspot.nl/2009/08/jacques-lacan-le-symbolique-limaginaire.html
Lacan, Jacques. Le séminaire, livre XVIII. D’un discours qui ne serait pas du semblant. Texte établi parJacques-Alain Miller. Paris, Seuil, 2007.
López, Liliana. Intersecciones y divergencias de la crítica teatral en el Bicentenario. Topología de la Crítica teatral II, p. 37-45.
Rodríguez Carranza, Luz. “Mesuras y Desmesuras: Bizarra, de Rafael Spregelburd”. Pensamiento de los Confines, 28-29, 2011-2012, 269-277. Una versión anterior de ese texto, más extensa, puede leerse en http://www.periodicos.ufsc.br/index.php/nelic/article/view/1984-784X.2011v11n16p111
 Spregelburd, Rafael. Fractal, una especulación científica. Buenos Aires, Libros del Rojas, 2001.
Spregelburd, Rafael.  Todo. Apátrida, doscientos años y unos meses, Envidia. Prólogo, edición y apéndice documental al cuidado de Jorge Dubatti. Buenos Aires, ATUEL/Teatro, 2011.
Spregelburd, Rafael. “Las tragedias optimistas”.  Otra Parte, n. 25, verano 2011-2012.   En http://www.revistaotraparte.com/n%C2%BA-25-verano-2011-2012/las-tragedias-optimistas
Usubiaga, Viviana.  « Pinceles, plumas y sables. La exposición artística de `89”. Actas de las Terceras Jornadas Estudios e investigaciones. Europa/Latinoamérica, artes plásticas y música. Instituto de Teoría e Historia el Arte Julio E Payró, Universidad de Buenos Aires, 1999. Citado en Spregelburd, 2011, 22.
Žižek, Slavoj.  Violence. Six reflexions transversales. Trad. Nathalie Peronny. Paris, Au Diable Vauvert, 2012.

 *Professora na Universidade de Leiden, na Holanda